: Manuel Burón
: Cinco crónicas americanas
: Ladera norte
: 9788412995817
: La quinta historia
: 1
: CHF 9.00
:
: Regional- und Ländergeschichte
: Spanish
: 288
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Cristóbal Colón cree llegar al Paraíso | Cortés funda Veracruz | La triste historia del gigante patagón | Un conquistador se apuesta el sol en Perú | La carta de un migrante en las Indias La historia de América ha fascinado siempre. Puede ser por su enormidad o su variada riqueza, por las muchas aventuras y desventuras allí sucedidas, o por esa lejanía tan teñida de familiaridad. Ocupados a menudo en estériles disputas por el pasado, hemos descuidado algo más importante: la belleza de las primeras crónicas. Si buscamos bien en ellas quizás podamos encontrar algunas claves para entender América, y también España, pues por entonces no estaba muy claro dónde empezaba una y acababa la otra. En este libro veremos a Cristóbal Colón convencido de haber alcanzado el Paraíso, que por entonces era tenido por un lugar ignoto pero no menos real que otro cualquiera. No será el último, pues América pronto se poblará con todo tipo de utopías y quimeras. Viajaremos con Magallanes al fin del mundo, y allí conoceremos a un gigante de carne y hueso que enriquecerá la literatura durante siglos. Hernán Cortés hizo muchas cosas, pero quizás la más interesante haya pasado un tanto desapercibida: en una maniobra de singular trascendencia, fundó un ayuntamiento. Conoceremos una de las más disparatadas apuestas de la Historia: un hombre en la expedición de Francisco Pizarro llegó a apostarse el sol, y lo perdió. Y leeremos las emocionantes cartas que los primeros migrantes en las Indias enviaron a España, su ya antiguo hogar.   LA CRÍTICA HA DICHO: «A lo largo de su texto, Burón exhibe una singular destreza que propone al lector un equilibrio entre la precisión histórica y una narrativa enriquecida por la creación literaria. Esta interrelación provocativa de su creatividad nos invita a mirar más allá de los hechos y conectar con el contexto en el que se moldeó la historia. Además, este maravilloso libro nos recuerda la importancia de las crónicas como documentos vivos que no solo registran hechos». Clementina Battcock, La Aventura de la Historia, julio «Cinco crónicas americanas es, en fin, un libro tan entretenido como estimulante. Si el objetivo de la colección en la que aparece, La quinta historia, es divulgativo, siguiendo la máxima «docere delectando», aparte de proponer novedosas hipótesis, cumple a la perfección con su cometido. Y esto, aunque quizá alguno enarque una ceja, es de las cosas más valiosas y difíciles de conseguir en cualquier ensayo». Martín Casariego, Revista de Occidente, julio «Perplejos ante la novedad que representaba América, sin palabras para describir lo que veían ni explicaciones lógicas para ese fenómeno exagerado y descomunal que era la naturaleza americana, los recién llegados adaptaron los datos de sus sentidos a las ficciones y a los mitos que habían traído consigo en la memoria. Lo cuenta de manera brillante y gozosa Manuel Burón en Cinco crónicas americanas». Carlos Granés, The Objective, 05/04/2025

Manuel Burón (Madrid, 1982) es historiador. Actualmente es profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido investigador invitado en universidades de México, Nueva Zelanda o Estados Unidos. Es autor y coautor de varios ensayos sobre la historia de América, la Colonización y los museos. Ha publicado, entre otros medios, en The Objective y El Mundo.

Cristóbal Colón cree
llegar al Paraíso


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«Yo siempre leí que el mundo, tierra y agua era esférico […]. Agora vi tanta disformidad que […] hallé que no era redondo en la forma que escriben, sino que es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en un lugar de ella fuese como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este pezón sea la más alta y más propincua al cielo […] porque creo que allí es el Paraíso terrenal adonde no puede llegar nadie, salvo por voluntad divina».

CRISTÓBAL COLÓN,Relación del Tercer Viaje (1498)

2 de agosto de 1498


Colón desembarca en el inmenso golfo de Paria, hoy en el norte de Venezuela. No sabe que es Tierra Firme, que es la primera vez que un europeo pisa el continente americano. Tiene prisa el genovés. Un calor insoportable ha castigado sin piedad a las seis naves que cruzaban por tercera vez el Atlántico, echando a perder las provisiones y acabando con sus reservas de agua. Tres de los barcos se han dirigido directamente a la isla de La Española, la actual República Dominicana, en donde ya hay un asentamiento europeo. Las otras tres naves se deciden a avanzar más hacia el poniente. ¿Por qué? Quiere Colón acabar con las dudas y las burlas que contra él van creciendo en la Península. ¡Quién lo diría! Se le achacan errores en sus cálculos, el no haber llegado a Asia, los pobres resultados económicos de sus expediciones. A él, como a tantos otros, le carcome la duda: ¿a dónde exactamente habían llegado aquellas naves en 1492?; ¿a la India?; ¿al Cipango, nuestro Japón, de las fabulosas crónicas medievales?; ¿a un nuevo mundo?; y, si era nuevo, ¿de dónde había salido?; ¿aquellos territorios pertenecían a la parte más oriental de Asia o a la más occidental de Occidente?

No se encuentra bien el genovés. Tiene ya casi 50 años y muchas fatigas a sus espaldas. Se ha pasado media vida recorriendo mares y cancillerías, tormentosas a su modo por igual. Es virrey, gobernador general de las Indias Occidentales y almirante de toda la Mar Océana. Ha hecho ya tres viajes trasatlánticos, ¡los tres primeros de la historia! Y todavía tendría fuerza para uno más. Pero ahora está abatido, enfermo de los ojos, no consigue conciliar el sueño. Nada más partir de Sanlúcar de Barrameda declara estar «bien fatigado, que adonde esperaba descanso, cuando yo partí de estas Indias, se me dobló la pena». Se refiere al disgusto que le provocaron las críticas con las que se encuentra a su segundo regreso a la Península. Él, que creyó que volvería hecho un héroe. Incluso empieza a circular por la Corte de Castilla un humillante apelativo: «el Almirante de los mosquitos».

Por esa razón pasará su estancia en Castilla devorando libros de cosmografía, de geografía y de teología. Quiere refutar o confirmar a las antiguas autoridades (a Ptolomeo, a Plinio, a Pomponio Mela) y de paso callar a los charlatanes que en todo momento le cuestionan o indisponen frente a los monarcas. De ahí la urgencia en resolver las muchas dudas cartográficas, en desvelar el secreto americano. Pero América es demasiado para un solo hombre, aunque éste sea Colón.

Ése es el motivo de navegar ahora más al poniente, dejando atrás las islas del Caribe, hasta llegar al golfo de Paria. Y ése es el motivo también de la carta que inmediatamente dirige a los monarcas relatando su hallazgo. Y así, al cabo sin saberlo, es cómo se descubre América del Sur. Menuda paradoja. Lo que Colón creía Tierra Firme (Cuba) era una isla. Y lo que creyó una isla (Paria) era Tierra Firme.

Todo parece diferente en este enorme golfo que ahora exploran. Lo primero que sorprende a los marinos es el buen recibimiento de los indios. Éstos no se parecen ni a los frágiles taínos, ni a los fieros caníbales que habían conocido en las islas del Caribe. Tampoco a los negros de la Guinea que sabe Colón en su misma latitud. «Son de linda estatura, y todos grandes a una mano […] tan blancos como nosotros, y mejores cabellos y bien cortados y de muy buena conversación». Los obsequios que reciben de parte de estos bellos nativos consistirán principalmente en perlas, muy habituales en la región. No está mal. Colón recordará entonces su lectura de Plinio, quien explica que las perlas nacen de las gotas de rocío que van a caer en la boca de las ostras. Por supuesto, esto no es verdad, pero ¿quién es capaz de resistirse a tan involuntaria muestra de poesía entre los antiguos?

A Colón también le sobrecoge la belleza del lugar. Como hombre de mar chapurrea muchas lenguas y no habla bien ninguna. Aun así hace los mayores esfuerzos para honrar con su escritura lo que están viendo sus ojos. «Las tierras más hermosas del mundo —dice—. Ahí hallé temperancia suavísima, y las tierras y árboles muy verdes, y tan hermosos como en abril en las huertas de Valencia». Colón las llamó enseguida «Los Jardines», «porque así conforman por el nombre». Ya pensaba sin duda en el Edén.

Pero había más. La tripulación se dio cuenta, a medida que atravesaban el golfo, de que navegaban por «agua muy dulce, en tanta cantidad que yo jamás bebila pareja de ella». Provenía de un río de colosal tamaño que, desde tierra adentro, desaguaba en el mar «con tanta furia como hace el Guadalquivir en tiempo de avenida». De eso nada. Se trata del río Orinoco, uno de los ríos más caudalosos del mundo. Ningún europeo ha visto nunca nada igual. Y mucho menos el Guadalquivir. En el enorme delta, agua dulce y salobre parecen batirse en una agónica lucha. Y advierte Colón: «Hallé que el agua d