—Vives en el West Egg —comentó en tono despectivo—. Conozco a alguien allí.
—Yo no conozco a nadie…
—Tienes que conocer a Gatsby.
—¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué Gatsby?
Anunciaron la cena antes de que pudiera contestarle que era mi vecino; Tom Buchanan deslizó imperiosamente su brazo tenso bajo el mío y me sacó de la habitación como quien mueve una ficha a otra casilla del damero.
Las dos jóvenes nos precedieron, gráciles, lánguidamente, las manos levemente posadas en las caderas, hasta el rosado porche abierto al crepúsculo, donde cuatro velas titilaban sobre la mesa al viento que había amainado.
—¿Por quévelas? —protestó Daisy, ceñuda. Las apagó con los dedos—. Dentro de dos semanas será el día más largo del año —nos miró con expresión radiante—. ¿Esperáis siempre que llegue el día más largo del año y luego os lo saltáis? Yo siempre espero el día más largo del año y luego me lo salto.
—Deberíamos planear algo —dijo la señorita Baker con un bostezo, sentándose a la mesa como si se estuviese acostando en la cama.
—De acuerdo —dijo Daisy—. ¿Qué planeamos? —recurrió a mí desvalida—: ¿Qué hace la gente?
Antes de que yo pudiera contestar, clavó los ojos con expresión de pánico en su dedo meñique.
—¡Mirad! —se quejó—. Me he hecho daño.
Miramos todos: tenía el nudillo amoratado.
—Has sido tú, Tom —dijo en tono acusador—. Ya sé que fue sin querer, pero lo hiciste. Es lo que saco en limpio por haberme casado con un bruto, una mole, con un voluminoso y enorme espécimen físico de…
—Aborrezco la palabra mole —objetó Tom irritado—. Incluso en broma.
—Mole —insistió Daisy.
Ella y la señorita Baker hablaban a veces al mismo tiempo discretamente y con una intrascendencia burlona que nunca era del todo parloteo, que era tan frío como sus vestidos blancos y sus miradas impersonales carentes de deseo. Estaban allí y nos aceptaban a Tom y a mí, haciendo solo un esfuerzo grato y cortés por divertir o divertirse. Sabían que la cena terminaría pronto y poco después terminaría también la velada, que se olvidaría despreocupadamente. Era muy distinto del Oeste, donde una velada pasaba rápido de una etapa a otra hasta su conclusión, con una expectación continuamente frustrada o con un vivo temor nervioso al momento mismo.
—Me haces sentirme un salvaje, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete acorchado, aunque por lo demás impresionante—. ¿No puedes hablar de las cosechas o algo así?
No quería decir nada en particular con este comentario, pero se interpretó de forma insólita.
—La civilización se está desmoronando —objetó Tom furioso—. He empezado a ver las cosas con un pesimismo terrible. ¿Has leídoEl ascenso de los imperios de color de ese tal Goddard?[3]
—Bueno, no —respondí, bastante sorprendido por su tono.
—Pues es un libro estupendo y debería leerlo todo el mundo. La idea es que si nosotros no estamos atentos la raza blanca se… se hundirá completamente. Es todo material científico; está demostrado.
—Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy con una expresi