: Alfred Pardo
: La guerra de Lorian
: Editorial Bubok Publishing
: 9788468587011
: 1
: CHF 11.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 296
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Un hombre misterioso llega al puerto de Rodes para embarcarse rumbo al sur de Egea. Su aspecto rudo y desaliñado no consigue enmascarar del todo una cierta distinción que despierta en los marineros recelo y curiosidad... La guerra de Lorian es una historia dentro de una historia, el viaje interior y mundano de un hombre de pasado trágico envuelto en una espiral de peripecias imprevistas que le harán replantearse quién es y cuál es su papel en el agitado mundo de reinos y razas en guerra en el que vive.

Nací en Sabadell un 23 de octubre de 1974. Desde niño tuve cierta inclinación hacia lo artístico aunque nunca he puesto barreras a mi curiosidad. Mi primer gran sueño de infancia y adolescencia temprana fue el cine, soñaba con ser guionista y actor. Como lo de escribir solo dependía de mí, de forma intermitente pero constante fui andando esa senda. Entre los trece y los quince años escribí tres guiones de cine, todos malos pero todos mejores que el anterior. Posteriormente y hasta los veinticinco años, tuve etapas en que me dediqué intensamente a la poesía. Escribí docenas de poemas y al hilo de eso surgió Verónica (1998), mi primer libro, en forma de una imposible prosa poética, y el poemario Irene y otros poemas. Mi experiencia como novelista se inició a los dieciocho, cuando empecé a escribir Eynseck (originalmente Cromosoma 6), novela que después de largos períodos de abandono concluí en 1998. Entre ese año y el 2004 escribí tres novelas más: Improvisando sobre Sentini (1999, literalmente improvisada), Abril (2001) y Lorian (2004). He necesitado dejar pasar veinte años para poder reescribir la versión final de la última, que ahora presento. Mi otra gran pasión ha sido la música. Estudié piano clásico en el conservatorio durante diez años y hace tiempo aprendí a pelearme con la guitarra y con el bajo. He grabado, al menos, doscientas canciones y tres álbumes, Nay (2007), Back where the Light is (2020) y Again for the First Time (2024). Seguimos.





Los barcos no solían permanecer en Tirlea más de cuatro o cinco jornadas. Pasado ese tiempo, los marineros preparaban su regreso y las caravanas partían en dirección a diferentes aldeas de las comarcas aledañas. El grueso tenía como objetivo Tesarea, el gran núcleo del este, a medio camino de Isnar. Tesarea era considerada entre los lugareños una ciudad sin muros. Su población y sus recursos superaban en mucho a los de cualquier otro asentamiento humano. Estos grandes poblados solían situarse en la periferia de los reinos poderosos, en zonas de paso ricas en agua y pastos. Aun sin alcanzar la magnificencia de las urbes, podían llegar a crecer considerablemente nutridos por la migración desde las aldeas humildes a su alrededor y constituían estaciones intermedias menos excluyentes que las ciudades donde los hombres comunes podían acudir en busca de prosperidad, para abrir sus negocios o emprender carreras de provecho. Tesarea tenía escuelas de oficios e incluso una academia de instrucción militar renombrada a la que llegaban jóvenes de tierras cercanas para formarse y tratar de acceder a la guardia de Isnar. La realidad era que muy pocos lograban dar el salto a la urbe, pero estaba claro que si uno había nacido extramuros y deseaba la carta de ciudadanía debía pasar antes por Tesarea. En el peor de los casos, aunque Isnar ciudad marcara el paso y fueran sus dinámicas las que condicionaran el valor de cualquier producto, a veces en función de su utilidad, otras en función de modas, estos núcleos habían ganado una relativa autonomía y eran en sí mismos lugares propicios para el progreso social y comercial.

Milo detestaba Tesarea. Demasiado ruido, demasiada prisa. Ya había tenido bastante de eso en su juventud. La actividad en Tesarea era febril, multiplicaba por cien la de cualquier aldea. La gente trabajaba mucho, como en todo lugar de Egea que Milo hubiera hollado, pero allí las magnitudes cambiaban toda perspectiva. No había conciencia del estar, por ejemplo. En los núcleos no se concebía la sencilla idea de salir a pasear bajo una puesta de sol o de pasarse octavos en el puerto, con la vista puesta en el mar sin más objeto que el de recrearse con su presencia. Por otro lado, lo peor de su trabajo alcanzaba su máxima expresión en lugares como Tesarea. A Milo le gustaban los oficios. Durante eones trabajó la madera, el metal y la piedra. Se sentía artesano y artista. La necesidad y la escasez lo obligaron a mercadear con todo tipo de productos desatendiendo su vocación, así que, en compensación, se preocupaba por tratar, elaborar o envasar sus mercancías con esmero. Las conocía bien, no eran para él simples productos que debieran cambiar de manos. Pero tampoco esta inclinación hallaba redención en Tesarea. Los artesanos eran minoría frente a los tratantes y otros perseguidores de riqueza y los trabajos habían dejado de ser vocacionales. Pocos apreciaban ya el valor de la labor bien hecha. En los núcleos las cosas pasaban por tus manos muy deprisa y los comerciantes parecían meros intermediarios únicamente pendientes de hacer buenos y rápidos negocios. Para Milo, había algo de deshumanización en toda aquella vorágine. «La vida es buena aquí», le había dicho a su amigo. Y eso era algo que su corazón recordaba de inmediato cuando volvía a respirar la paz de Tirlea y sus ojos se perdían en las colinas bajas, en el verde de los campos que las abrazaban y en el azul profundo del mar. Cada caravana a Tesarea suponía una obligación que simplemente aceptaba.

A la mañana siguiente partieron de Tirlea once carros repletos de toda clase de géneros. Enea los acompañó hasta las lindes del somontano para despedirlos. La presencia de Lorian debía ser una garantía de seguridad pero aquella vez la mujer la percibió como un mal augurio. Una comezón recorría su cuerpo mientras agitaba la mano y los veía alejarse. Si todo iba bien, el viaje no pasaría de las cuatro jornadas. La carga abundante los limitaba pero el tiempo acompañaba. No se barruntaban ni lluvia ni tormentas secas, de forma que todo quedaba a merced de la generosidad de los corceles. Los llaneros eran una bendición. Por largo que fuera el viaje, les bastaban algunas breves paradas para pastar o beber, deshacerse de los arreos y rondar tranquilamente para luego retomar el tiro s