: Jordi Sierra i Fabra
: La guerra de Portugal
: Edhasa
: 9788435049917
: 1
: CHF 10.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 456
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Hay tiempos en que el destino de las gentes se decide en los despachos. El de Argimiro, muerto en vida, republicano que vive encerrado en un zulo y sólo sueña con la venganza; el del médico judío Arnaud y su esposa, que deciden marchar de París por miedo a las represalias; el de Miguel Ángel, diplomático en Lisboa que busca fuera aquello que no encuentra en casa, o el de Isabel, cuyo único sueño es encontrar a su hermana, desaparecida durante la guerra, y que entretanto será capaz de hallar el amor. Y, como el de ellos, el de tantos otros. Porque en 1940 el mundo conocido es otro, y todo parece a punto de cambiar. Hitler, líder supremo de la Alemania nazi y dueño de medio mundo, trata de ganarse las simpatías de los españoles al tiempo que planea una campaña de conquista de Rusia. En España, ya finalizada la guerra civil, el hambre y la represión se han apoderado de las calles, mientras Franco, Generalísimo y libertador del país, se plantea recuperar Gibraltar y declara la no beligerancia. Desde Whitehall, Churchill, entre calada y calada de sus grandes puros, atiende a cualquier movimiento de los países cercanos con suspicacia, mientras refrena los bombardeos que pretenden acabar con Londres. Y, en el entretanto, nadie piensa en Portugal... Llena de giros sorprendentes, con un estilo dinámico, casi alegre en sí, que resplandece entre las penumbras y los horrores de la Europa en guerra, y un sentido del humor tan fino como cálido, Jordi Sierra i Fabra nos regala una novela sencillamente magnífica. Porque La guerra de Portugal, a caballo entre la histórica, el thriller y el costumbrismo, es el testimonio de una época, pero también el sentir de unos personajes que pueden ser cualquiera de nosotros. Ágil, divertida y brillante, una lectura inolvidable.

Jordi Sierra i Fabra nació en Barcelona en 1947. Su vinculación con la música rock (fue director y fundador de algunas de las principales revistas españolas sobre el tema en los años setenta, como Disco Expres, Popular 1, Súper Pop, etc.) le sirvió para darse a conocer, y publicó su primer libro en 1972. Desde entonces, ha escrito seiscientas obras de todos los géneros, muchas de ellas best-sellers; ha ganado sesenta premios literarios, además de recibir un centenar de menciones honoríficas y figurar en múltiples listas de honor, y ha sido traducido a más de cuarenta idiomas. Sus cifras de ventas superan los quince millones de ejemplares. Viajero incansable, romántico, sentimental y apasionado, se considera a sí mismo un utópico posibilista y un enamorado de la palabra escrita y de la libertad que comporta. En 2004, creó la Fundació Jordi Sierra i Fabra, en Barcelona, y la Fundación Taller de Letras Jordi Sierra i Fabra, en Medellín, Colombia, como culminación de toda una carrera y de su compromiso ético y social. Desde entonces se otorga cada año el premio que lleva su nombre a un joven escritor menor de dieciocho años. En 2010, ambas fundaciones recibieron el premio IBBY-Asahi de Promoción de la Lectura, el más importante del mundo, y en 2015, la Medalla de Honor de Barcelona.

Segunda parte

Julio-agosto de 1940

 

Madrid

Francisco Franco estudiaba, mitad escéptico, mitad incrédulo, mitad preocupado, mitad airado, los informes que le habían facilitado los respectivos ministros de Agricultura y Trabajo, Joaquín Benjumea, e Industria y Comercio, Luis Alarcón. Atisbos de esperanza, pocos. Dura realidad, toda: 1940 estaba resultando un año pésimo, seco, sin lluvias que hicieran florecer la depauperada tierra española. Por lo visto regarla con sangre no servía. Ni siquiera aunque esta fuera la de los valientes que habían dado su vida para derrotar a la República. Quizá la tierra estuviera demasiado impregnada de la otra sangre, la de los cobardes rojos y comunistas. La sangre del diablo.

Solo así se entendía que las cosas fueran tan mal.

Y se anunciaba un verano de infierno.

Tenía que dar de comer a España, no perder el curso de la guerra, estar a buenas con Hitler, no arriesgarse a meter la pata por exceso ni por defecto.

Demasiadas cosas.

El Caudillo dejó los informes sobre la mesa.

Las tropas esperaban en el Campo de Gibraltar, pero desde luego no era el momento. Necesitaban más artillería pesada y aviones. La Roca estaba fortificada. Se rumoreaba que, a lo largo y ancho, los túneles la recorrían formando un entramado parecido al de una fortaleza, una ciudad protegida y oculta. Nadie sabía a ciencia cierta lo que los británicos podían guardar allí.

Por eso Gibraltar tenía fama de inexpugnable.

Por otra parte, Hitler se empeñaba en que el Peñón era el eje de la victoria en el Mediterráneo, pero parecía no darse cuenta de que, al otro lado, existía un eje aún más importante: Suez. Gibraltar cerraba el Estrecho, ningún barco podía pasar sin ser detectado. Pero Suez y su canal eran el punto por el cual entraban y salían las mercancías procedentes de Oriente Medio y Asia. Sin Suez, los barcos tenían que rodear todo el continente africano, perder días y días de navegación extra, y quedaban más expuestos a los submarinos que los esperaban en el Atlántico, entre las islas Canarias y la Península.

Hitler tenía la fuerza de su lado, el poder del ejército, pero militarmente no había pasado de cabo en la Gran Guerra. Ésa era la diferencia.

Él, en cambio, se había ganado los galones en el campo de batalla.

El Caudillo se mordió el labio inferior.

Si, pese a todo, conseguía tomar Gibraltar, los ingleses atacarían a buen seguro Tenerife o Las Palmas, y difícilmente podrían defenderlas.

La guerra, en el fondo, era una partida de ajedrez. Algo en lo que él no era nada bueno.

Cuando se abrió la puerta del despacho y apareció Ramón Serrano Suñer, supo que el día no había hecho más que empezar. La cara de su cuñado lo decía todo. Precisamente por el rango familiar, Ramón se ahorraba el protocolo de llamar primero.

El Caudillo se hundió un poco más en el asiento.

–¿Y ahora qué? –rezongó.

–Paco...

–Va, suéltalo –lo apremió.

–La Armada francesa ha caído.

Los franceses tenían la cuarta armada más poderosa de los mares. La noticia se le antojó absurda.

–¿Cómo que ha caído? ¿Dónde la tenían?

–En Mazalquivir, en el golfo de Orán. Los ingleses han aparecido de la nada, los han cañoneado y han hundido la mayoría de los barcos. No veas la de muertos...

Inglaterra se había asegurado de que los barcos franceses no pasaran a manos alemanas. Una jugada maestra. Aunque al precio de matar a cientos de franceses, sus aliados.

El cabrón del puro no se andaba con chiquitas.

–Maldita sea... –susurró Franco.

Hitler ni siquiera había contestado a su carta de unos días atrás. La callada por respuesta. La imprevisible Italia podía desencadenar un nuevo frente en el Mediterráneo en cualquier momento, sólo para demostrar que estaba ahí. Y España seguía estando cautiva de sus limitaciones, nadando entre dos aguas.

La cautela o el suicidio.

El Oranesado seguía siendo francés, pero los ingleses, por lo visto, les habían dado una buena tunda. Y lo que estaba claro era que Hitler acababa de perder la oportunidad de hacerse con t