Segunda parte
Julio-agosto de 1940
Madrid
Francisco Franco estudiaba, mitad escéptico, mitad incrédulo, mitad preocupado, mitad airado, los informes que le habían facilitado los respectivos ministros de Agricultura y Trabajo, Joaquín Benjumea, e Industria y Comercio, Luis Alarcón. Atisbos de esperanza, pocos. Dura realidad, toda: 1940 estaba resultando un año pésimo, seco, sin lluvias que hicieran florecer la depauperada tierra española. Por lo visto regarla con sangre no servía. Ni siquiera aunque esta fuera la de los valientes que habían dado su vida para derrotar a la República. Quizá la tierra estuviera demasiado impregnada de la otra sangre, la de los cobardes rojos y comunistas. La sangre del diablo.
Solo así se entendía que las cosas fueran tan mal.
Y se anunciaba un verano de infierno.
Tenía que dar de comer a España, no perder el curso de la guerra, estar a buenas con Hitler, no arriesgarse a meter la pata por exceso ni por defecto.
Demasiadas cosas.
El Caudillo dejó los informes sobre la mesa.
Las tropas esperaban en el Campo de Gibraltar, pero desde luego no era el momento. Necesitaban más artillería pesada y aviones. La Roca estaba fortificada. Se rumoreaba que, a lo largo y ancho, los túneles la recorrían formando un entramado parecido al de una fortaleza, una ciudad protegida y oculta. Nadie sabía a ciencia cierta lo que los británicos podían guardar allí.
Por eso Gibraltar tenía fama de inexpugnable.
Por otra parte, Hitler se empeñaba en que el Peñón era el eje de la victoria en el Mediterráneo, pero parecía no darse cuenta de que, al otro lado, existía un eje aún más importante: Suez. Gibraltar cerraba el Estrecho, ningún barco podía pasar sin ser detectado. Pero Suez y su canal eran el punto por el cual entraban y salían las mercancías procedentes de Oriente Medio y Asia. Sin Suez, los barcos tenían que rodear todo el continente africano, perder días y días de navegación extra, y quedaban más expuestos a los submarinos que los esperaban en el Atlántico, entre las islas Canarias y la Península.
Hitler tenía la fuerza de su lado, el poder del ejército, pero militarmente no había pasado de cabo en la Gran Guerra. Ésa era la diferencia.
Él, en cambio, se había ganado los galones en el campo de batalla.
El Caudillo se mordió el labio inferior.
Si, pese a todo, conseguía tomar Gibraltar, los ingleses atacarían a buen seguro Tenerife o Las Palmas, y difícilmente podrían defenderlas.
La guerra, en el fondo, era una partida de ajedrez. Algo en lo que él no era nada bueno.
Cuando se abrió la puerta del despacho y apareció Ramón Serrano Suñer, supo que el día no había hecho más que empezar. La cara de su cuñado lo decía todo. Precisamente por el rango familiar, Ramón se ahorraba el protocolo de llamar primero.
El Caudillo se hundió un poco más en el asiento.
–¿Y ahora qué? –rezongó.
–Paco...
–Va, suéltalo –lo apremió.
–La Armada francesa ha caído.
Los franceses tenían la cuarta armada más poderosa de los mares. La noticia se le antojó absurda.
–¿Cómo que ha caído? ¿Dónde la tenían?
–En Mazalquivir, en el golfo de Orán. Los ingleses han aparecido de la nada, los han cañoneado y han hundido la mayoría de los barcos. No veas la de muertos...
Inglaterra se había asegurado de que los barcos franceses no pasaran a manos alemanas. Una jugada maestra. Aunque al precio de matar a cientos de franceses, sus aliados.
El cabrón del puro no se andaba con chiquitas.
–Maldita sea... –susurró Franco.
Hitler ni siquiera había contestado a su carta de unos días atrás. La callada por respuesta. La imprevisible Italia podía desencadenar un nuevo frente en el Mediterráneo en cualquier momento, sólo para demostrar que estaba ahí. Y España seguía estando cautiva de sus limitaciones, nadando entre dos aguas.
La cautela o el suicidio.
El Oranesado seguía siendo francés, pero los ingleses, por lo visto, les habían dado una buena tunda. Y lo que estaba claro era que Hitler acababa de perder la oportunidad de hacerse con t