: Patrick O'Brian
: Isla Desolación
: Edhasa
: 9788435049870
: Aubrey-Maturin
: 1
: CHF 10.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 416
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
NUEVA EDICIÓN REVISADA Tras cierto tiempo en tierra, durante el cual han sufrido diversas penalidades, el capitán Jack Aubrey y el doctor Stephen Maturin reciben un nuevo encargo: rescatar al gobernador Bligh, tristemente famoso por el motín de La Bounty. Embarcados en el Leopard, navegan rumbo a Australia por costas muy poco conocidas y en medio de un mar embravecido. Pero, además, en las bodegas llevan un cargamento muy especial: un numeroso grupo de convictos castigados a cumplir sus penas en algún centro penitenciario australiano. Y, entre estos condenados, se encuentra un bella y peligrosa espía, no menos mortífera que la traicionera enfermedad que pronto empieza a diezmar a la tripulación. Así, en unas condiciones tan precarias como difíciles, Aubrey y Maturin se enfrentarán a los peligros de la guerra y al poderoso océano Atlántico. Su vida y la de toda su tripulación están en verdadero riesgo.

Patrick O'Brian ( 12-12-1914 / 02-01-2000 ) Patrick O'Brian nació en 1914 y publicó su primer libro, César, el panda-leopardo, cuando contaba tan sólo con quince años. Escribió historias y poemas durante toda su vida, divulgó unas aclamadas biografías sobre Pablo Picasso y el naturalista Joseph Banks e incluso tradujo del francés a autores como Simone de Beauvoir, entre otros.?? En los primeros años de la década de los 60, comenzó a trabajar en la idea que se convertiría, a lo largo de los siguientes cuarenta años, en la serie de veinte novelas sobre Aubrey y Maturin (con un volumen inacabado publicado póstumamente). Éstas comprenden la totalidad de las guerras napoleónicas, en un periodo de veinte años, y se suceden por todo el mundo, y gracias a ellas O'Brian llegó a ser uno de los principales y más aclamados novelistas del siglo XX.?? Tras casarse con Mary Tolstoy en 1945, la pareja vivió el resto de sus vidas en Collioure, en Francia; ella mecanografiaba los manuscritos de su esposo a partir de sus múltiples borradores, y él dedicaba a su mujer todos sus libros.?? En 1995, Patrick O'Brian fue galardonado con la Orden del Imperio Británico, la mayor distinción para un civil, y en 1997 recibió un doctorado honorario en Letras por el Trinity College de Dublín. O'Brian murió en enero del año 2000 a los ochenta y cinco años.

Capítulo 2

Cuando la silla de posta llegó a las afueras de Petersfield, Stephen Maturin abrió su maletín y sacó una botella cuadrada. La miró con ansiedad, pero pensó que, a pesar de sus deseos, debía actuar según sus principios y afrontar la crisis sin aliados de ningún tipo. Entonces bajó el cristal y la arrojó por la ventanilla.

La botella no cayó sobre la hierba de la orilla del camino, sino que chocó contra una piedra y explotó como una granada, cubriendo el camino de láudano. El cochero se volvió al oír el ruido, pero al ver que el pasajero tenía una expresión hosca y, con sus ojos claros muy abiertos, le miraba fijamente, fingió que observaba con interés un tílburi que les adelantaba y le gritó al cochero de éste que, en caso de que quisiera deshacerse de su caballo, encontraría un matarife apenas un cuarto de milla más adelante, al doblar la primera curva a la izquierda. En Godalming, donde cambiaron los caballos, le dijo a su compañero que tuviera cuidado con el tipo que iba en la silla de posta, pues era muy raro y podía ponerse furioso o vomitar mucha sangre, como aquel caballero en Kingston, y ya se sabía quién tendría que limpiarlo todo. El nuevo cochero dijo que, en ese caso, vigilaría al tipo y ninguno de sus movimientos se le escaparía. Sin embargo, mientras avanzaban por el camino, llegó a la conclusión de que por mucho que le vigilara no podría evitar que vomitara mucha sangre si tenía ganas de hacerlo, y se puso contento de que Stephen le mandara parar en una botica de Guildford, pues pensó que seguramente el caballero quería comprar alguna medicina que le hiciera sentirse bien durante el resto del viaje.

En realidad, el caballero y el boticario buscaron en las estanterías un frasco con la boca lo suficientemente ancha como para que cupieran las manos que Stephen llevaba envueltas en su pañuelo. Por fin lo encontraron, pusieron las manos dentro y lo llenaron de un alcohol purísimo. Entonces Stephen dijo:

–Ya que estoy aquí, podría llevarme también una pinta de tintura de opio, de láudano.

Se guardó la botella en el bolsillo del abrigo y llevó el frasco sin envolver hasta la silla de posta. El cochero, que a través del purísimo alcohol pudo distinguir claramente las manos grises con uñas azuladas, subió sin decir palabra, pero le contagió su excitación a los caballos, y recorrieron el camino de Londres, atravesaron Ripley, Kingston y Putney Heath, cruzaron Vauxhall, donde tuvieron que pagar portazgo, atravesaron el puente de Londres y llegaron a un hostal llamado Grapes en el condado de Savoy –en el cual Stephen tenía alquilada permanentemente una habitación– con tal rapidez que la hostelera dijo:

–¡Doctor, no le esperaba hasta dentro de una hora o más! ¡Aún no he puesto su cena al fuego! ¿Quiere tomar un cuenco de sopa, señor, para reponerse del viaje? Le daré un cuenco de sopa y luego, en cuanto esté hecha, la ternera.

–No, señora Broad –respondió Stephen–. Sólo me cambiaré de ropa. Tengo que volver a salir enseguida. Lucy, cariño, ten la amabilidad de subir el maletín. Yo llevaré el frasco. Aquí tiene, cochero, por todas las molestias.

En Grapes estaban familiarizados con las costumbres del doctor Maturin, y un frasco más no tenía importancia. Verdaderamente, el frasco fue incluso bien recibido, pues el pulgar de un ahorcado era uno de los mejores amuletos que podía haber en una casa, diez veces más efectivo que la propia cuerda, y en este caso había dos pulgares. Así pues, el frasco no les causó sorpresa, pero, cuando vieron reaparecer a Stephen con una elegante chaqueta verde botella y el pelo empolvado, se quedaron sin habla. Le miraron con disimulo y luego fijamente, aunque no deseaban hacerlo, pero él no se dio cuenta de las miradas que le lanzaban y subió al coche sin decir nada.

–Nadie diría que es el mismo caballero –dijo la señora Broad.

–A