ES UN TÍTULO OSADO, el que encabeza este libro, pero no se puede enmascarar bajo ningún subtítulo, porque precisamente lo que pretende es desenmascarar, eliminar pátinas, romper la imagen estereotipada que se tiene de las monjas para acostumbrarnos a la riqueza y a la diversidad que viven todas y cada una de ellas. Al fin y al cabo, es una humilde pretensión, porque no quiere demostrar nada, solo mostrar lo que viven veinte monjas católicas de diferentes órdenes religiosas, que se mueven en ámbitos distintos: la enseñanza, la acogida, el mundo de la marginación, la contemplación, el diálogo interreligioso…, con una única característica común: que son mujeres, mujeres singulares, fieles a un deseo profundo que las hace vivir en plenitud.
MONJAS es un título provocador. A lo largo de la historia, las monjas han sido veneradas y despreciadas, respetadas y ofendidas, beatificadas y objeto de mofa; sobre ellas se han explicado mil y una historias —en la literatura las hay a cientos—, todas ellas inventadas por hombres que, además de enclaustrarlas entre los muros de los monasterios, a veces contra su propia voluntad, se han arrogado el derecho de despreciarlas. La historia de las monjas es una parte de la historia descarnada de las mujeres. Y no es extraño que la palabramonja, y su derivadomonjil, se haya convertido actualmente en sinónimo depersona ñoña; por esto también es un título confuso, porque el significado equívoco de la palabra desorienta al posible lector y le invita a buscar qué esconde la palabra, si burla o discreción, antes de escoger leerlo.
Pero, a pesar de la osadía, la provocación y la confusión, no se podía hacer de otro modo, y así lo creen todas las monjas que participan en este libro, que son conscientes de que arrastran la palabra como un estigma. Por este motivo se han prestado, valientes, para deshacer malentendidos y para defender su vocación personal, que es, en definitiva, una vocación humana.
Monja, etimológicamente hablando, proviene demónos —de donde derivamonaché—, es decir, ‘sola, única, apartada de la multiplicidad, en pos de la unificación interior y de la unión con el Absoluto’; técnicamente hablando es solo la que profesa en un monasterio y lleva una vida contemplativa, pero el nombre se ha extendido a todas las religiosas que hacen votos en una orden religiosa, y actualmente lavox populi no hace ninguna distinción. Religiosas y monjas han ido a parar al mismo saco, y yo tampoco he hecho ningún distingo porque, aunque su carisma es diferente, las iguala la opción por una vida religiosa, eremítica o comunitaria, y la profesión de unos votos, privados o públicos, de pobreza, castidad y obediencia. Desde la fundación de los primeros monasterios hasta las congregaciones modernas, han pasado muchos siglos que han alumbrado un buen número de órdenes religiosas femeninas —cada una con un carisma diferente, según el momento histórico—, que a menudo se han escindido, con afán reformador, para constituir otras nuevas. En los fundamentos de cada fundación está el deseo profundo de unas mujeres por vivir lo Absoluto de una manera totalizadora, una sed de Dios que se ha manifestado en forma de renuncia y ascesis, y que ha utilizado la exclusión del mundo como un camino hacia la Totalidad.
Actualmente, cuesta reformular esta idea de renuncia y este sometimiento a la obediencia que parecen evocar tiempos oscuros de la historia. Desde los postulados contemporáneos de libertad e igualdad de la mujer, de contemplación dentro de la acción de la vida laica, se hace difícil entender que una mujer pueda escoger el hacerse monja. Nos encontramos en un momento crucial de la vida religiosa, inquietante y esperanzador al mismo tiempo: la escasez de jóvenes y el envejecimiento de la población dentro de las órdenes religiosas anuncian la fecha de caducidad de un proyecto secular.
Si nos remontamos a los orígenes de la vida religiosa, encontraremos que la primera palabra que define a estas mujeres sedientas de Dios es la virginidad. Ya desde tiempos inmemoriales, el voto privado de virginidad ha primado tácitamente por encima de la vida matrimonial y la maternidad. Durante siglos, la mujer solo ha tenido dos opciones: el claustro monástico o el claustro doméstico. Esta situación, aunque parezca de tiempos antiguos, ha durado hasta hace muy poco, y la mayoría de las monjas entrevistadas aún tienen que sufrir esta rémora de siglos; esto explica que el despertar de una llamada a la vida espiritual las hiciese escoger entre el matrimonio y el convento, sin apenas otras opciones de vida religiosa. Era impensable, tiempo atrás, que un grupo de mujeres se planteara vivir una búsqueda interior de Dios sin estar sujetas a ninguna regla. La Iglesia nunca ha aprobado ningún movimiento religioso sin una intermediación de la jerarquía, y menos aún si se trataba de un grupo femenino al que había que vigilar mediante la figura —aún vigente hoy en día— del visitador masculino. La mujer, considerada por el hombre como un ser inferior, ha tenido que estar siempre sometida a una autoridad masculina: el padre, el marido, el hijo, el confesor, el visitador, el sacerdote. Esto explica que cualquier intento de vivir la fe de un modo libre y original fuese sospechoso de herejía y cortado de raíz o reconducido hacia una orden ya existente o hacia la creación de una nueva, siempre con el beneplácito de las autoridades correspondientes.
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«¡No, no quiero ser monja!», expresa