Gombrowicz y Schulz no deforman el
mundo: crean otro mundo más o menos
similar a este en el que vivimos.
Bolesɫaw Miciński1
«Un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato para osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen. Bruno no se reconocía a sí mismo ningún derecho a la existencia y buscaba su propia aniquilación: no es que soñase con el suicidio; sólo tendía al no ser con todo su ser. A mi juicio, en esa tendencia no había ningún sentido kafkiano de culpa, sino más bien el instinto que obliga a un animal enfermo a alejarse, a retirarse a un lugar apartado»2. Así describía el escritor Witold Gombrowicz (1904-1969) a su amigo Bruno Schulz en 1961.
Schulz, por el contrario, se veía parecido a un perro, como cuenta3 Józefina (Juna) Szelińska (1905-1991), que estuvo sentimentalmente unida a él desde 1933 hasta 1937 en una complicada relación que recuerda la de Felice Bauer con Franz Kafka. En el capítulo «Samotność» («Soledad», perteneciente aSanatorio bajo la clepsidra), el protagonista –el narrador en primera persona– no logra verse en el espejo, no es capaz de comprender qué aspecto tiene, se pierde dentro de aquél, se desdobla, se descubre extraño a sí mismo: «¿Qué aspecto tengo? A veces me contemplo en el espejo. ¡Espectáculo extraño, ridículo y doloroso! Nunca me veo de frente, cara a cara. Un poco más al fondo, más lejos, me detengo allí, en el reflejo, de lado, de perfil; permanezco así, sumido en mis pensamientos, y miro de reojo detrás de mí. Nuestras miradas dejaron de encontrarse. […] La pena aprieta mi corazón cuando lo veo, tan ajeno e indiferente»4.
Esta dificultad para aprehender la propia identidad somática empujó a Schulz a buscarla en los numerosos autorretratos que dibujó. Si se comparan estos dibujos con las pocas fotografías que nos han quedado de él, se comprende el esfuerzo de darse un aspecto a sí mismo. A menudo aparece precisamente como un perro, acurrucado a los pies de alguna mujer: humilde, servil, como si hubiese sido apaleado. Ellas apenas lo miran, desde lo alto de sus largas piernas. En los autorretratos más «verdaderos» está como lo describía Gombrowicz: triste y apartado del mundo.
Tercer hijo del comerciante de telas Jacob (que será el protagonista de muchos de sus relatos) y de Henrietta Hendel Kuhmärker, Bruno Schulz nació el 12 de julio de 1892 en Drohobycz, en la Galitzia oriental (actualmente en Ucrania). Era un ciudadano –judío y de lengua polaca– del Imperio austrohúngaro. Su hermano se llamaba Izydor y su hermana Hania. En familia, al pequeño Schulz lo llamaban Bruno.
Con excepción de breves estancias en Varsovia, Cracovia y Viena y una temporada en París (1938), pasó toda su vida en Drohobycz5. Esta pequeña ciudad, en parte gracias a haberse descubierto petróleo en sus proximidades, era una encrucijada de negocios y movimientos de personas que la mantenían en contacto con las ciudades de la modernidad, y especialmente con su antigua capital, Viena6. Había, por ejemplo, un instituto estatal (Rey Wɫadysɫaw Jagieɫɫo), que enviaba a sus mejores alumnos a las universidades de Viena y Lvov, y un cine pionero, el Urania, dirigido por el hermano mayor de Bruno, el ingeniero Izrael «Izydor» Schulz (1881-1935), padre de tres hijos (Wilhelm, Ella y Jacob). Por lo demás, la famosa Ulica Krokodyli (calle de los Cocodrilos, que en la realidad era probablemente la Ulica Stryjska), cuyo nombre da título a uno de los relatos más sarcásticos de Schulz, representa precisamente el nuevo rostro de la pequeña ciudad: llena de vida, de negocios, de estafas, hasta el punto de ganarse el apelativo de «la California de Galitzia»7. Y la obra de Schulz, al tiempo que muestra un mundo casi fuera del tiempo, como el que se plasma en los cuadros de Chagall –que es además el mundo de la infancia, convertido en mito–, es también la representación