La novia
Una mañana radiante y cegadora de abril, de un año perdido. ¿Lleva casada un solo día?
Para ser exactos, a esta hora de la mañana (las 8.11 h) lleva casada apenas veintiuna horas.
Eso la deja sin aliento de puro asombro, de pura impresión.
«Oh, ¿esto me ha pasado a mí? Estoy casada.»
Siente la necesidad de estar sola en el autobús de Raritan Avenue que la llevará hacia el centro de Hammond, y confía en encontrar un asiento al fondo. Quiere contemplar a solas la maravilla que supone ser «una mujer casada».
Porque resulta que, a sus veinte años, tiene un rostro dulce, cándido y pecoso que provoca en los extraños el deseo de hablarle. De sonreírle. «¡Hola! Caramba, pero qué frío hace esta mañana, ¿verdad?» Y ella es demasiado educada para girarles la cara, demasiado tímida para no responder; y eso supondría echar por tierra su deseo de soledad en el autobús.
La primera mañana de su vida de casada es demasiado valiosa. Teme que alguien la importune.
«¿Coge a menudo este autobús, señorita? Me parece haberla visto antes…»
No. No.
«¿Quizá en el cine? ¿Suele ir al cine? ¿Fue este viernes pasado?… Juraría que la vi… Oiga, si la verdad es que tiene aspecto de salir en las películas, como esa chica, cómo es que se llama…»
No. Qué va.
«Solo que usted es más guapa que ella. Y más joven.»
Como el filamento en una bombilla, que reluce desde el interior: así es su felicidad por estar casada con un hombre bueno y decente al que ama, y que la adora.
Pero es una felicidad privada. Quiere conservarla entre las manos ahuecadas como una llama, protegerla del viento.
«¿Es eso una alianza de boda? Oye…, ¿estás casada?»
«Perdona si me meto donde no me llaman, pero…, bueno, no pareces lo bastante mayor para ser la esposa de nadie…, ¿eh?»
«No pareces tener más de…, ¿cuántos? ¿Dieciséis?»
Una sonrisita nerviosa. Siempre educada, evita mirarlos a los ojos. Tiene el hábito inconsciente de frotarse la muñeca izquierda.
En torno a la muñeca izquierda tiene una marca roja, como un sarpullido. Como si le hubieran atado esa muñeca, muy prieta, y la cuerda, o el cordel, le hubiera lacerado la piel sensible, dejándola en carne viva aquí y allá.
(De jovencita, aprendes a no ofender a los extraños contu rechazo. En particular a los hombres. A los extraños, perotampoco a los jefes. Ni a los profesores, en sus tiempos de estudiante, durante lo que le había parecido una eternidad. Siempre sonriente y cordial, porque eras una chica guapa, sí, pero si dices lo que no toca o no sonríes con la vivacidad que se espera, un hombre puede volverse muy desagradable, y rápidamente.)
«Bueno…, ¡que tengas un día estupendo, querida! Esta es mi parada.»
Hay dos asientos vacíos al fondo, y tiene la astucia de sentarse en el que da al pasillo, dejando libre el que queda junto a la ventana. De ese mod