2. El cuervo, el nido
Salimos de la madriguera a finales de la primavera. El viento era fresco y aún punzante, como para alborotarte el pelo. Recuerdo el instante en que saqué la nariz al exterior, la explosión de esencias y fragancias que embriagaron mis sentidos. Vivíamos bajo una roca, junto a dos árboles. Por la mañana teníamos sombra, y al atardecer nos acariciaba el sol poniente. Nuestra madre nos dio solo cuatro indicaciones.
—A la derecha y a vuestras espaldas está el bosque. A la izquierda, los Tres Torrentes. Delante, los campos de Zò. No os metáis en líos.
No nos dejaba ir con ella. Si la seguías se percataba de inmediato y te echaba de su lado. Leroy se lo tomó muy a pecho. Comenzó a ir por su cuenta, a hacer salidas en solitario.
Entre que Otis no era capaz de estar fuera demasiado rato y que Cara, que se había quedado ciega de un ojo, había perdido del todo su alegría, yo pasaba mucho tiempo con Louise. Nos perseguíamos.
—A ver si me coges, Archy.
Ella se escapaba siempre. Se colaba entre los arbustos y permanecía escondida. Si la capturaba, nos peleábamos, nos pellizcábamos a base de mordiscos.
Dábamos vueltas alrededor de la madriguera, sin alejarnos demasiado. No teníamos vecinos, salvo una familia de erizos mucho más al este. Los vimos una sola vez, cuando volvían a su cubil. Habitaban el tronco de un árbol muerto.
—¿Soy guapa, Archy?
Louise me lo preguntaba siempre. Sobre todo, cuando no estábamos haciendo nada y nos quedábamos en silencio. Le decía que sí.
—¿Cómo de guapa?
—Muy guapa.
—¿Más guapa que Cara?
—Sí.
—¿También que mamá?
—Sí.
Se alisaba el pelo y luego miraba siempre a otro lado, a lo lejos. A la larga, comencé a creerlo también yo. Quizá fue por el despertar de mis instintos o porque al responderle siempre que sí acabé por convencerme a mí mismo de que era guapa. El caso es que, poco a poco, mi hermana Louise se convirtió en un irresistible misterio.
—¿Soy guapa, Archy?
—Guapísima.
—Gracias.
Cuánto deseaba que aquella mirada lejana, después de alisarse el pelo, acabara puesta en mí. Cuando corría tras ella sentía su olor, y durante nuestras peleas me acurrucaba sobre ella y respondía a sus mordiscos.
En la cama, apoyado sobre la espalda áspera de Leroy, me preguntaba qué significaba aquel cambio. Reflexionaba sobre por qué era tan impetuoso cuando estaba con ella, y tan blando y distante antes de dormir.
La primavera hizo que todos nos sintiéramos mejor. Nuestra madre traía comida a menudo, así que el hambre no volvió a atormentarnos. A veces traía unos pequeños ratones, otras, en cambio, unas bayas o fruta. Ya no parecía tan delgada y volvía a lucir un buen pelo.
—Callad—decía siempre que la incordiábamos.
Con el paso de los días habíamos crecido bastante. Los rasgos de los hocicos se habían intensificado, alguno comenzaba a perder los dientes de leche, nuestros pelajes iban tomando color. Si por un lado nuestro desarrollo sorprendió a la mayoría de nosotros, a alguien, en cambio, le mostró otra cara. Nuestro hermano Otis se había quedado raquítico, con unas patas que no lo sostenían. A duras penas conseguía subir a la cama, no podía alejarse solo. Nadie le prestaba atención, existía, pero no estaba, a la sombra de nuestras vidas. Cuando comíamos, todos mirábamos su plato.
—Moriré porque no crezco—dijo una noche, durante la cena.
Prestamos atención un instante, también nuestra madre.
—¿Quién te lo ha dicho?—preguntó ella.
—Nadie. Lo sé. No me has criado, mamá.
Dos lágrimas se deslizaron por su hocico descarnado.
—Es verdad—dijo ella. Luego siguió comiendo y nosotros también. Pero nadie le quitó el plato.
Un día Leroy llegó con un cuervo. Lo había cazado cerca de los torrentes; hacía semanas que lo intentaba. El cuervo era hermoso y le faltaba un ala, tenía las plumas arrancadas a mordiscos y el pico abierto.