De doblar y desdoblar
Mi padre está sentado en la cama del dormitorio de atrás, con una mano acaricia las acanaladuras de la colcha de pana que cubre el edredón y con la otra sujeta un par de bragas de un rosa muy clarito. La habitación tiene la luz encendida a las cuatro de la tarde.
La habitación huele a limpio y aireado, a algo como polvos de talco. Hay unos armarios roperos empotrados que, abiertos, muestran unas prendas cuidadosamente dispuestas y, abajo, mal iluminados, varios pares de zapatos encajados como las piezas de un puzle. Hay otros armarios empotrados más pequeños, uno de ellos lleno de regalos de amigos y de niños, una parte está en un lado, esperando a que alguien los use, el resto en el otro, pendientes de que un práctico reciclaje los convierta en regalos para amigos y otros parientes. En otro armario hay libros de fotografías, álbumes, el primero tiene ya cuarenta años. Al lado de este armario hay un espejo rodeado de fotografías de niños insertas en la pequeña rendija que se abre entre el espejo y el marco. Hay frascos de perfume en el tocador, frente al espejo, y unas gafas, y unos guantes de cuero que todavía conservan la forma de unas manos. En un cajón hay estuches de joyería, cajitas de plástico con un «Plata» escrito en la tapa, con collares, broches y anillos acurrucados en su interior sobre tiras de algodón; por si acaso, las cajas están escondidas bajo una revista tituladaAnnabel con fecha de Año Nuevo de 1977. La portada de la revista promete los horóscopos del año.
Dos mesitas de noche flanquean la cama en la que mi padre está sentado. En una hay una radio despertador y una pila todavía ordenada de novelas policíacas y manuales de pesca; en la otra, tres pastilleros que, abiertos, muestran diversos compartimentos para píldoras distintas. Al lado de los pastilleros hay frascos de plástico de jarabe y de pastillas de distintos tamaños dispuestos todos juntos, como la maqueta de un edificio complejo. En cada mesilla hay una lámpara, y en la de los frascos de plástico hay, además, el regulador de una esterilla eléctrica junto a la lámpara.
La cómoda tiene dos cajones abiertos, uno más que el otro. El cajón del medio contiene peines y cepillos y una colección de pintalabios. El cajón huele muy bien, a cera y a maquillaje. Por el aspecto de la habitación, y también por su olor, se diría que alguien acabara de marcharse después de arrojar el último pañuelo de papel, con unos labios marcados y hecho una pelota, a la papelera metálica, agitando a su paso el tranquilo aire de la habitación como una brisa suave en un día bochornoso, pero estamos en invierno y la luz del techo está encendida, la habitación parece vacía y mi padre está sentado en la cama mirándose los pies en el suelo.
Las bragas que tiene en su mano son suaves, aún se advierte el pliegue que ha dejado la plancha. En la cómoda, en el cajón abierto junto al de los pintalabios y los cepillos, hay piezas de ropa interior de mujer, y en la cama, alrededor de mi padre, todavía hay más, más bragas de algodón de Marks and Spencer, algodón suave en colores pastel, azules, rosas y melocotón, dispuestas en caprichosos montoncitos a punto de desmoronarse, limpias y suaves por el uso y los lavados. Mi padre tiene los dedos grandes y rugosos, cuyos bordes se ven oscuros sobre la finura de las bragas que tiene en la mano; las sujeta como si no supiera que las tiene ahí. Se mira los pies. Las bragas yacen delicadamente a su lado, proporcionando color a la habitación, y, así, él parece fuera de lugar, como un rústico pretendiente salido de una novela de Thomas Hardy que cortejara a una mujer inalcanzable en una ladera llena de flo