CAPÍTULO UNO
Provincia romana de Britania, verano del 61 d. de C.
La columna tenía problemas. El centurión Bernardico, comandante de la Primera Cohorte de la Novena Legión, lo notó en cuanto avistaron al enemigo. Se hizo sombra en los ojos con la mano para poder superar el fulgor del sol y atisbar lo que estaba pasando. Una fila de jinetes distantes contemplaba a los romanos que se aproximaban desde un risco bajo, a menos de un kilómetro por delante. Al principio, el centurión los confundió con alguno de los exploradores de la legión que protegían el avance del legado Cerialis y sus soldados. Pero había algo irregular en la disposición de los jinetes. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue la ausencia de estandarte alguno o de crestas rojas en los cascos de los oficiales.
Así que se preguntó cómo, por el Hades, aquellos jinetes rebeldes habían logrado introducirse entre las filas de sus exploradores. El oficial al mando del piquete montado iba a probar el agudo filo de su lengua aquella noche, cuando la columna se detuviese para formar el campamento, suponiendo que el enemigo no hiciera de las suyas antes, claro.
Bernardico guiñó los ojos por culpa del sol mientras calculaba que debían quedar unas tres horas más de marcha antes de que el legado detuviera la marcha. Quizás un poco más, ya que el día anterior habían parado tarde. Tanto que sólo pudieron establecer la empalizada de estacas afiladas en torno al campamento. Ni foso, ni terraplén.
Aquello hizo que el centurión pasara una noche inquieta. Estaban en territorio hostil, una región repleta de peligros, constatados además durante la sesión informativa de Cerialis en la base de la legión en Lindum, dos días antes. Había llegado un mensaje del magistrado de mayor rango de la colonia de veteranos de Camuloduno informando de un levantamiento de la tribu de los icenos y sus aliados trinovantes. El magistrado se había enterado de que los rebeldes se dirigían hacia Camuloduno, así que rogó a la Novena Legión que marchase al rescate de los veteranos.
Como centurión de mayor rango de la legión, Bernardico expuso entonces sus preocupaciones al legado, pero lo rechazaron con altivo desdén.
–Estamos tratando con gentuza, campesinos armados –se burló Cerialis–. Son dirigidos por los restos de la casta de los guerreros que sobrevivieron a la conquista. No tenemos nada que temer de semejante chusma. En cuanto echen un vistazo a la vanguardia de la Novena, se volverán con el rabo entre las piernas y correrán a ponerse a salvo en el bosque y los pantanos de su territorio.
–Ojalá tengas razón, señor –asintió Bernardico, diplomáticamente–. Pero... ¿y si nos plantan cara y pelean?
Una sonrisa fría se formó en los labios de Cerialis.
–Entonces los aplastaremos, dispersaremos a los supervivientes y crucificaremos a los cabecillas. Y después dudo que ninguna tribu de la isla que viva bajo nuestro gobierno tenga el valor de volver a rebelarse jamás.
Bernardico no pudo evitar sentir una cierta amargura irónica ante las palabras de su superior. Había visto a la reina Boudica varios meses antes, durante la entrega del tributo anual ante el gobernador provincial, en Londinium. Alta, arrogante, con el cabello rojo como la llama, sobresalía entre los líderes tribales. Una mujer a la que había que tener en cuenta, pensó entonces Bernardico, y resultó que tenía razón. Si Boudica