: Jack London
: La gente del Abismo
: Gatopardo ediciones
: 9788417109097
: 1
: CHF 9.20
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 290
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En 1902, Jack London llegó a Londres con la intención de escribir un reportaje sobre el East End, la zona este de la ciudad, donde pasó varios meses disfrazado de vagabundo, con el fin de poder penetrar en el Abismo, tal como él lo llamaba. Su curiosidad le llevó a visitar los slums, los llamados barrios pobres, en donde se hacinaban cientos de personas en condiciones infrahumanas, mientras que las clases acomodadas se beneficiaban de la política colonial que el Imperio llevaba a cabo en sus colonias. London descubrió la extrema pobreza, la proliferación de los sin techo que dormían en los bancos de los parques, la desesperación de los desempleados y de los enfermos sin asistencia que vivían en la más absoluta miseria. De esa terrible experiencia nació La gente del Abismo, obra en la que el escritor americano describe ese inframundo, que él mismo vivió en carne propia, pues se hizo pasar por un marinero sin trabajo, durmió en los albergues públicos, donde compartió con los más pobres cama y alimentos, o pasó más de una noche al raso y soportó los rigores del clima y las duras condiciones que padecían los pobres. Un texto lúcido y estremecedor. Una crítica social extraordinaria y una encendida protesta de la miseria que encubría el país más poderoso del mundo.

(1876-1916) fue un escritor estadounidense, conocido sobre todo por sus novelas de aventuras o de ciencia ficción: La llamada de la selva (1903), El lobo de mar (1904), Colmillo Blanco (1906), El vagabundo de las estrellas (1915). Es autor también de novelas de contenido social -El tálon de hierro (1908)-, así como de numerosos cuentos, memorias -The Road (1907), Martin Eden (1909) y John Barleycorn (1913)-, obras de teatro y textos de denuncia política. London desempeñó diversos oficios, desde marinero, pescador y estibador hasta buscador de oro y periodista, además de novelista. Alcanzada la fama como escritor se recluyó en su rancho californiano, donde murió a los cuarenta años de edad.

1. El descenso

Cristo, ampáranos en esta ciudad,

consérvanos nuestro amor y piedad

y nuestros semblantes al cielo aboca

para que no nos volvamos de roca.

thomas ashe

—Pero no puedes hacer eso, hombre —me dijeron los amigos a quienes yo había recurrido en busca de ayuda para sumergirme en el East End de Londres—. Lo que debes hacer es acudir a la policía para que te guíe —añadieron, pensándolo mejor, esforzándose para adaptarse a los altibajos psicológicos de un demente que se había presentado ante ellos con mejores credenciales que cerebro.

—Pero es que no quiero ir a la policía —protesté—. Lo que quiero es adentrarme en el East End y ver las cosas por mí mismo. Quiero saber cómo vive esa gente allí, y por qué vive allí, y para qué vive. En suma, quiero irme a vivir yo también allí.

—¡No puedes irte a vivir al East End! —me decían todos, con unos rostros que clamaban su desaprobación a los cuatro vientos—. Caramba, si dicen que hay ciertas partes donde la vida de un hombre no vale un penique.

—Ésos son justamente los sitios que quiero ver —los interrumpía.

—Pero es que no puedes, ¿me entiendes? —replicaban siempre.

—No es para eso por lo que he venido a veros —contestaba yo con brusquedad, algo molesto por su incomprensión—. Soy forastero aquí, y quiero que me contéis lo que sabéis del East End y así tener algo por donde empezar.

—Pero es que no sabemos nada del East End. Está por ahí, en alguna parte. —Y agitaban las manos con vaguedad en aquella dirección en la que, en muy contadas ocasiones, podía verse la salida del sol.

—Pues iré a Cook’s —les anuncié.

—Oh, sí —replicaron ellos, aliviados—. Seguro que en Cook’s sí que lo saben.

Pero, ¡oh, Cook!, ¡oh, Thomas Cook e Hijo!, exploradores y conocedores de caminos, vosotros que hacéis de baliza para el mundo entero y prestáis ayuda a los viajeros extraviados, que, en un instante y sin vacilar, podrías guiarme por el África Negra o el Tíbet más remoto, no sabéis, en cambio, cómo ir al East End de Londres, que está a un tiro de piedra de Ludgate Circus.

—No puede hacer eso, señor —me dijo el experto en rutas y pasajes de la sucursal de Cook’s en Cheapside—. Es muy, ejem…, muy inusual. Consulte a la policía —concluyó en tono autoritario, cuando yo insistí—. No estamos acostumbrados a llevar a viajeros al East End; nadie nos pide que lo llevemos allí, y no conocemos en absoluto ese lugar.

—Bueno, pues olvídese —intervine yo para evitar que su torrente de negativas me expulsara de la oficina—. Pero hay algo en lo que sí pueden ayudarme. Quiero explicarles lo que me propongo hacer, para que en caso de que surjan problemas puedan ustedes identificarme.

—Ah, ya entiendo. Así, si lo asesinan, podremos identificar el cadáver.

Lo dijo en un tono tan jovial y con tanta sangre fría que, de pronto, me imaginé mi cadáver tétrico y mutilado, extendido sobre una losa por la que discurría un reguero de agua fría, y a él, inclinado sobre mí, identificando con tristeza y resignación el cuerpo del loco americano que quería ver el East End.

—No, no —le contesté—, solamente para identificarme en caso de que me meta en algún lío con losbobbies. —Esto último lo dije con entusiasmo; estaba empezando a familiarizarme con el argot local.

—Eso —me dijo— es un asunto que tendrá que decidir la Oficina Central—. No existen precedentes, ¿sabe? —añadió en tono de disculpa.<