1. El traslado a Mosè
El traslado a Mosè en junio de 1958 fue distinto de los demás. La alegría de ver de nuevo a mis primos palermitanos —Silvano, hijo de la tía Teresa, hermana mayor de mamá, y del tío Peppino Comitini, que siempre había vivido en Palermo; Maria, Gaspare y Gabriella, hijos del tío Giovanni Giudice, el hermano mayor de mamá, y la tía Mariola, que llevaban nueve años viviendo en Palermo— quedaba ensombrecida por un velo de melancolía: habíamos alquilado nuestro piso —la única casa de la que guardaba memoria— al Banco de Sicilia, que, en régimen de alquiler, llevaba ya unos años ocupando el del tío Giovanni, justo en la planta de abajo. A finales de agosto nosotros nos trasladaríamos también a Palermo, donde yo estudiaría en el instituto público Garibaldi.
Los preparativos se hacían como de costumbre. En nuestra habitación, Giuliana, la niñera húngara, ordenaba los lápices de colores con Chiara; Paolo, el chófer, supervisaba las tareas, mientras Filippo, el portero, y su cuñado, Deco —al que llamaban cuando hacía falta que alguien echara una mano—, transportaban las cajas con provisiones para la despensa y aquellas que contenían los productos de limpieza, además de maletas con fuertes herrajes y cestas llenas de toallas y sábanas para llevar a Mosè.
En el salón se llevaban a cabo otros preparativos. Mamá había pegado con cinta adhesiva, en muebles, lámparas, objetos, alfombras y demás, etiquetas en las que poníapalermoomosè: los hombres de la empresa de mudanzas cargarían en el camión las cosas destinadas a Mosè. Todo lo que había que llevar a Palermo permanecería en depósito, en espera de saber la dirección de entrega: no teníamos aún la vivienda apropiada, cerca de la de mis tíos y con un alquiler asequible. Con la ayuda de Rosalia, la portera, y de Antonella, la doncella —que había sustituido a Filomena cuando ésta volvió con su familia y a Francesca, que se había casado con un panadero—, mamá comprobaba que todo se hacía correctamente y se aseguraba de que no se le hubiera olvidado nada. «¿Hacen falta estos ceniceros,signurì?», preguntaba Rosalia señalando, con un suspiro, el juego de ceniceros metálicos metidos uno dentro de otro, que estaban sobre la repisa de mármol gris de la chimenea. «Puedes quedártelos, Rosalì», respondía mamá, también ella con el corazón en un puño. Le resultaba muy doloroso alejarse de Rosalia, que la había visto nacer y la quería como a una hija. Antonella pasaba entre las butacas y los sofás ya amontonados y, en su intento de no tropezar con las esquinas, se agachaba y acariciaba lentamente la tapicería; luego se ponía en pie e, ilusionada, sacudía la cola de caballo rizada: ir a Palermo era aventurarse en el mundo moderno, y ella, que apenas tenía veinte años, estaba más que dispuesta a hacerlo.
Uno de los muebles que estaban destinados a ir a Palermo era la mesa de canasta —redonda, con el tablero forrado de paño verde y ceniceros empotrados a lo largo de los bordes— que mamá utilizaba para jugar con sus amigas: la señora Laura, siempre de buen humor y carente de malicia, un raro espécimen de mujer parlanchina pero en absoluto chismosa; la señora Titì, seria y estirada, que, hiciera frío o calor, siempre llevaba vestidos de cuello abotonado, como el de las camisas de hombre, pero de fantasía, con ribetes de colores, volantes y bordados (se murmuraba que era para ocultar una cicatriz: cuando ella se enteró del rumor, exhibió una sola vez, para poner freno a las malas lenguas, un escote blanco y perfecto; luego volvió a los cuellos cerrados, con los que se sentía más a gusto); y la señora Maria, ojos de halcón, pelo teñido y delgadísima, con una buena pechera que exhibía cautamente. Nunca más me sentaría junto a ellas, concentradas en el juego, para escuchar y observar. Pero no me entristecía dejar a las amigas de mamá, las vería todos los veranos cuando fueran de visita a Mosè.
Cuando, dos años antes, murió el abuelo Cocò, pensé que papá nos llevaría a Palermo, al piso de via Libertà donde él había vivido con su familia, y que lo compartiríamos con la abuela Benedetta y la tía Annina, su hija soltera; la hija menor, la tía Giuseppina, y su familia, que vivían con ellos desde el comienzo de la guerra, se trasladarían a otra casa. Pero papá prefería quedarse en Agrigento, la ciudad de mamá, y se mantuvo en sus trece. Poco después, sus hermanas y él se enzarzaron en una acalorada discusi