Prólogo a la nueva edición
¿El «Grande Osuna», casi salvador de la patria, o el máximo representante de la «leyenda negra»? La biografía de Linde se inscribe en la línea de la revisión del juicio sobre el sistema imperial español en su momento más poderoso, sobre la transformación política delvalimiento y sus efectos institucionales y sociales. La obra participa plenamente de un clima académico en el que ha sido posible formular un juicio más equilibrado sobre la hegemonía española en Europa en la Alta Edad Moderna y sobre la clase dominante del sistema imperial: una valoración sin prejuicios moralistas, fruto de una cuidadosa reconstrucción documental, no condicionada por viejas y nuevas formas de antiespañolismo. Al mismo tiempo, las tendencias más recientes de la historiografía española e italiana han tendido a ocuparse de la mitografía positiva o negativa de algunos de los protagonistas de la historia de la Monarquía Hispánica en la Edad Moderna.
Publicada en su primera edición en 2005, esta obra de Luis Linde, que ahora se reedita aumentada y corregida, fue tanto más meritoria cuanto que fue escrita en un momento en que estaban apenas comenzando las nuevas investigaciones sobre Don Pedro Téllez Girón. Así lo señaló Antonio Feros en su prólogo a la primera edición, al destacar el giro que suponía la obra respecto a la «vida inventada» de Osuna, un rasgo permanente de la tradición a partir de Gregorio Leti. Y Linde, desde su Introducción, se distancia de la doble «leyenda negra»: la conspiración de Bedmar y la aspiración de don Pedro a convertirse en rey. Reconstruye entonces la historia de la casa de Osuna y la génesis del ascenso político de don Pedro Téllez Girón en Flandes, en un periodo especialmente complejo y crítico de la guerra hispano-holandesa hasta la firma de la Tregua de los Doce Años en 1609.
He retomado la relectura de esta coyuntura en mi libroL’impero dei viceroy (Bolonia, Il Mulino, 2013), confirmando sustancialmente el cuadro dibujado por Linde. Como demuestra la correspondencia del Almirante de Aragón con el archiduque Alberto, de 1599 a 1602 la guerra holandesa pasó por una fase muy crítica. A las derrotas militares que pusieron en primer plano el problema de la seguridad de las provincias leales y reavivaron la polémica sobre las ventajas e inconvenientes de la separación de la monarquía de Felipe III, se sumaron las preocupantes condiciones del ejército español: la «falta de numerario» y los riesgos de una «sublevación general». Todavía en 1602 se esperaba el envío de lostercios españoles e italianos: dos componentes que alimentaron el conflicto interno en el ejército. En agosto de 1602 los temores de una insurrección general se hicieron más sustanciales. Y el papel de Osuna en la represión de los levantamientos de Brabante en 1603-1604 es subrayado aquí con razón por Luis Linde.
Unos años antes, el archiduque Alberto se había dirigido a Felipe III con un discurso político articulado en varios puntos. El primero estaba relacionado con la vuelta a la «forma antigua del gobierno», fundada en el trinomio amor-fuerza-justicia, que había constituido el modelo de los duques de Borgoña y de Carlos V. El archiduque Alberto afirmaba que el rigor con la que se había gobernado el país era la «fuente de nuestras calamidades». La introducción del «poder absoluto» ha alterado la forma de gobierno: es necesario, por tanto, restablecer la justicia civil y militar. El segundo punto se refería a las revueltas en el seno del ejército, que eran la causa del descrédito y la pérdida de autoridad del rey. En particular, Alberto se refirió al último «motín» de Hamont, para el que sugirió llegar a un acuerdo, y a la urgencia de liquidar los salarios de los soldados valones. El tercer punto era una crítica al método de gobierno a través de lasJuntas, que había pasado de ser extraordinario a un instrumento político ordinario: se suponía que eran sólo «el último y último remedio». Alberto propuso la convocatoria de los Estados Generales para ampliar el consenso a favor de la monarquía: aun así, el archiduque se distanció del método centralista del «poder absoluto» e invitaba a revitalizar el papel y el peso de las instituciones territoriales de las provincias leales de los Países Bajos. En 1604 Ambrosio Spínola fue nombrado Lugarteniente y Maestro de Campo general de los Países Bajos, mientras que Alberto conservaba la capitanía general y la autoridad sobre el tesoro militar. Pero el ascenso de Spínola al poder era imparable. Su cargo