Capítulo 1PEDRO EL FANFARRÓN
La lluvia volvía a azotar las tejas rojizas que cubrían las casas y el viento ululaba como un alma en pena. En el interior de la taberna, la chimenea escupía humo y arrojaba remolinos de chispas sobre el duro suelo de tierra.
—¡Hace una noche de mil demonios! —proclamó el sargento González, estirando hacia el crepitante fuego sus enormes pies con las botas aflojadas y agarrando la empuñadura de su espada con una mano y una jarra de vino aguado con la otra—. ¡El diablo aúlla al viento y un demonio desciende en cada gota de lluvia! —continuó el sargento—. Sin duda, una noche de perros, ¿no es cierto?
—¡Muy cierto! —respondió el tabernero, tan presuroso en asentir como en rellenarle la jarra de vino al sargento, que, en ocasiones, tenía un genio terrible, sobre todo en aquellas en las que le faltaba vino.
—¡Una noche de perros! —repitió el robusto sargento.
Vació la jarra de un trago, sin respirar siquiera; una proeza que había sido muy aclamada en su momento y le había granjeado cierta notoriedad en el Camino Real, nombre que recibía la ruta que conectaba las misiones formando una larga cadena.
González se repanchingó más cerca del fuego sin preocuparse de que a los demás no les llegara el calor. A menudo expresaba su convicción de que los hombres debían procurar su propia comodidad antes que la ajena y, siendo tan grande, fuerte y hábil con la espada como era, a pocos encontraba que se atrevieran a contradecirle.
Fuera se oía el aullido del viento y el estruendo de la lluvia estallando en cascadas contra la tierra: la típica tormenta de febrero en el sur de California. Los frailes habían encerrado el ganado y clausurado sus misiones para pasar la noche. Grandes fuegos ardían en los hogares de cada hacienda y los nativos, asustados, se resguardaban en sus pequeñas barracas de adobe.
Y aquí, en el pequeño pueblo de Reina de Los Ángeles, que en años venideros habría de crecer hasta convertirse en una enorme ciudad, la taberna situada a un lado de la plaza albergaba en aquel momento a algunos hombres que, ante la perspectiva de vérselas con semejante tempestad, optaban por quedarse allí a cubierto hasta el alba, arrellanados frente al fuego.
El sargento Pedro González, en virtud de su rango y de su talla, acaparaba el hogar de la chimenea. Un cabo y tres soldados del presidio1 ocuparon la mesa dispuesta justo detrás de él y se pusieron a beber vino aguado y a jugar a las cartas. Un criado nativo aguardaba en cuclillas en un rincón; pertenecía a la insurgencia y era pagano, no un neófito de los misioneros.
A los que frecuentaban la taberna de Reina de Los Ángeles no les hacía ninguna gracia que un neófito estuviera husmeando entre ellos, pues lo que aquí se cuenta ocurría en los días de decadencia de las misiones, cuando la convivencia no era precisamente pacífica entre los franciscanos que seguían el ejemplo del santo Junípero Serra, que había fundado