Como sucede con la salud, la privacidad se echa de menos una vez perdida. Solo somos verdaderamente conscientes de nuestros pies o de nuestros ojos cuando un accidente o una enfermedad los deterioran. Con anterioridad a dichos percances, solemos darlos insensatamente por supuestos, y los medio ignoramos. Debido a una tortuosa conjunción de contingencias, que van de la digitalización masiva de la información a las fluctuaciones axiológicas del sujeto posmoderno, pasando por la posibilidad de lucrar haciendo acopio de los átomos que conforman la vida de los otros, la privacidad se ha convertido hoy en una mera ilusión. La transformación del teléfono móvil en una prótesis multiusos adherida casi obligatoriamente a la mano hace que nuestra presencia en el mundo —nuestro ser social— haya mutado sin remedio. Sin ese cambio tecnológico que excluyeconstitutivamente la idea misma de privacidad, el gran ciclo del consumo resultaría hoy impensable.
La rueda empieza en el útero materno (a través de la barriga de su madre, a los fetos se les pone un mp3 con música de Mozart para que ya nazcan medio geniales) y culmina en un columbario virtual (si disponemos de una versiónpremium, podemos escoger el color de la velita que titila en nuestra pantalla). En este nuevo contexto, todos los datos son pardos: albig data no le interesamos en tanto que individuos —ni mucho menos como personas— sino precisamente en nuestra condición de generadores de signos que permiten producir nuevos signos aptos para favorecer el consumo. Es más sencillo de lo que parece: los signos que introduzco en una aplicación para indagar, por ejemplo, el precio de una habitación de hotel generan nuevos signos en forma debanner publicitario, y me llegan puntualmente. En el sigloXXI, el lubricante de la rueda del consumo es de naturaleza semiótica. Su condición de posibilidad, en todo caso, se basa en la ausencia de privacidad. Ahora bien, no constituiría ninguna extravagancia que ante la descripción que acabamos de realizar alguien respondiera lacónicamente: «¿y qué?».
En efecto, no hay obligación alguna de dramatizar la pérdida más o menos generalizada de la privacidad, o de ubicarla en un escenario casi apocalíptico. Para muchos, en el contexto tecnológico actual, la privacidad constituye un prejuicio del pasado, un elemento que solo forma parte retóricamente de los derechos fundamentales. Sin renunciar al menos a una parte de nuestra privacidad, los múltiples y valiosos servicios de Google, por poner un ejemplo bien conocido, no resultarían económicamente viables y, en consecuencia, no existirían. Mientras no se vulnere la ley ni se haga un uso engañoso de determinados productos, el asunto no debería ser motivo de preocupación. Una actitud vigilante parece sensata, por supuesto, pero siempre que se enmarque en los límites de lo razonable. Más allá de estos, solo tropezaremos con viejas actitudes tecnofóbicas, así como con estériles e igualmente vetustas resistencias al cambio. He aquí una manera de ver las cosas. Desde otro punto de vista, sin embargo, esa transacción (privacidad a cambio de servicios) es asimétrica y omite disfunciones de gran calado que van más allá, muchísimo más allá, de la misma privacidad. Al identificar información con conocimiento, por ejemplo, nos adentramos sin remedio en unfar west epistemológico. En un tono casi lírico, Byung-Chul Han alude al final de su ensayoInfocracia a ese territorio salvaje: «La verdad se desintegra y se transforma en polvo informativo que el viento digital dispersa».1
Note el lector que hasta este punto nos hemos referido únicamente al concepto deprivacidad, y no al que da título a este ensayo, es decir, a laintimidad. La privacidad y la intimidad son cosas diferentes. De la primera, como acabamos de ver, nos preocupan circunstancialmente sus posibles disfunciones. La segunda, en cambio, es importante en