Prólogo
Sergi de Diego
Me ilusiona prologar un libro que describe el trabajo de equipos que, en su mayoría, he tenido el privilegio de colaborar en su creación y desarrollo y, en uno de ellos, el centro de salud mental infantil y juvenil, de vivir su evolución en el día a día. Algunos han sido pioneros en una forma muy específica del trabajo con la complejidad: son los equipos clínicos de intervención domiciliaria, dirigidos a los adolescentes más dañados y a sus familias que, por sus propias y específicas dificultades, no consiguen ser atendidos desde el sistema de salud mental. Esta experiencia ha sido el embrión de otras iniciativas basadas en ella: los equipos guía. Tanto los dispositivos mencionados como los hospitales de día para adolescentes han ido creciendo tanto en recursos como en estrategias y han necesitado readaptarse a las cambiantes necesidades de los pacientes a los que atendían en cada momento.
Considero importante empezar con una reflexión sobre la evolución de las prácticas terapéuticas predominantes. Dado que la mente humana es compleja, parecería evidente que los tratamientos utilizados en salud mental no podrían ser simples. Y, aun así, durante el sigloXX los dogmatismos de diferentes orientaciones teóricas empujaron —y en algunos sectores lo siguen haciendo— a actitudes presididas por la creencia no discutible en una determinada forma única de «buena práctica terapéutica». Afortunadamente, muchos de los abordajes actuales —y este libro es un buen ejemplo de ello— han evolucionado de forma notable desde la omnipotencia de una escuela formativa, que creía tener en su saber las respuestas a todos los sufrimientos, hasta la humildad en el reconocimiento de la extrema dificultad que entraña tratar con el sufrimiento mental, en la aceptación de la complejidad y en la mirada curiosa hacia otras prácticas emanadas de cuerpos de conocimiento distintos, pero de los que es perfectamente posible integrar valiosos recursos tanto teóricos como técnicos.
A mi juicio, dos aspectos clave en esta evolución, y que están en la base de las experiencias detalladas en los capítulos de este volumen, han sido la aceptación prácticamente unánime por parte de la comunidad científica de la teoría del apego, que tiene en Bowlby su más conocido impulsor, por un lado, y de la aparición del tratamiento basado en la mentalización (que parte también de la teoría del apego) desarrollado por Fonagy y Bateman, por otro. Resulta significativo destacar que ambos conceptos —apego y mentalización— provienen de desarrollos de psicoanalistas que se atrevieron a ir más allá de los conocimientos y prácticas políticamente correctas e imperantes en su momento y buscaron base empírica para dar solidez a sus teorías.
Dicho lo anterior, como bien saben tanto los padres como los docentes, convivir con adolescentes puede ser difícil. Transitan de una identidad infantil a una adulta, a través de una etapa marcada por la velocidad de los cambios que sufren en todos los ámbitos de su vida (biológicos, psicológicos y sociales). Están equipados con un sistema nervioso en el que los estímulos relacionales y la necesidad de inmediatez tienen un peso enorme, mientras el desarrollo completo de la corteza prefrontal, que aportará mayores capacidades de reflexionar, de priorizar y de tomar decisiones, deberá esperar su completo desarrollo hasta los 25 o 30 años. Todo ello hace pensar en los adolescentes como en potentes vehículos con un acelerador extremadamente sensible, pero con unos frenos insuficientemente apropiados a semejante realidad.
Pero hacerlo con adolescentes de alta complejidad en salud mental es un reto mayúsculo. La biografía de estos muchachos está caracterizada por obstáculos y dificultades muy superiores a los saludablemente tolerables. Han tenido que soportar carencias y traumas que han modelado su sistema nervioso en evolución, empujándolos a desarrollar reacciones absolutamente necesarias para defenderse de semejantes vivencias, pero que resultarán excesivas y disfuncionales para adaptarse a un medio relacional y social que podríamos denominar «ordinario». Porque el impacto en su cuerpo y en su mente ha dejado en ellos unos efectos duraderos en el tiempo. Su memoria procedimental relacional, o conocimiento relacional implícito, ha quedado prisionera de reacciones automáticas que les dificultarán severamente enfrentar los retos de la adolescencia y de la vida adulta. Sumemos a lo anterior un marco