I
Dos de las voces se imponían sobre las demás. De noche, cuando apagaban la luz roja de la sala y había una mujer sentada en una silla frente a la puerta carraspeando cada cierto tiempo, se oían voces lejanas que se mezclaban con sollozos y gritos y los murmullos monótonos de las que empezaban a quedarse dormidas. Hacía frío y ella tiritaba bajo las mantas. Gritó que tenía frío y la mujer entró y sacó una manta y se la calentó. Después la envolverían muy apretada en la manta caliente y remeterían la colcha por encima. Tengo los pies fríos. Su garganta siempre estaba irritada, como pan viejo al sol. Sus labios eran prominentes y agrietados y el agua manaba a borbotones al otro lado de la pared. Una malla metálica coronaba la puerta.
La ventana estaba cerrada y dotada de barrotes verticales por fuera. Podía oír el viento deslizando la nieve del tejado. Se formaba una avalancha de nieve que caía y sepultaba el sol. El cabecero de su cama tenía seis barrotes.
Las voces iban trasladando piedras de un campo a otro. Dejaban caer las piedras y otras voces las recogían y las arrojaban a una carreta de tablones sueltos. Una de ellas procedía del otro lado de su cama, al otro lado de aquella pared. La habitación solo disponía de una cama y la tela metálica y, en lo alto de la pared, la reja de hierro donde ella lanzaba los platos. No había luz en la habitación. Solo una triste luz roja en la sala. Alguien paseaba yendo y viniendo por delante de su puerta como una prisionera. La voz al otro lado de su pared llamaba a gritos a alguien. No cesaba en toda la noche. Se enredaba en las mantas y silbaban los carámbanos de hielo en el viento. El resto de las voces no resultaban tan reconocibles. Cuando las voces callaban, la sala se sumía en el silencio.
Llamó y pidió agua. La mujer le llevó una gruesa taza blanca y redonda. Pero nunca es suficiente, mi garganta está tan seca. Si dejara de hablar, no se le pondría así.
Tenía que decirlo todo, y cuando todo estuviera dicho, y cuando cada palabra hubiera quedado sellada en el ataúd del viento nocturno, entonces pararía. Ella había sido un feto y se había hecho un ovillo en la cama. Luego había surgido sin hacer ruido y la habían alimentado. El sol de la mañana y Hazel dándole de comer de un cuenco. Mejillas limpias y un riachuelo en los dientes. Agujas de pino goteando en el Cáucaso.
Su padre había franqueado la puerta y ella le había gritado. Todos ellos alrededor de su cama, no de esta, señalando al bebé y a la pared. Había estampado el vaso con la medicina contra la pared y había quedado una mancha furiosa. Se llevaron a su pequeño bebé. La parte superior de su cabeza blanda y hundida. La barbilla apoyada en la blandura y el hueco, y las mejillas inundadas de lágrimas de muerte. Ella lo había calentado en su cama.
Se zafó de las mantas y se arrebujó en ellas y salió con dificultad a la sala. Las luces rojas se le clavaban en los ojos, afiladas, acechantes. ¿Qué hace levantada? Quiero ir al cuarto de baño. La mujer la acompañó hasta el cuarto de baño. En la puerta vio un esqueleto quejumbroso, con apenas pelo y dientes grandes y amarillos, que se frotaba las manos en el camisón. Su rostro era el de un león dispuesto a matar. Marthe extendió la mano y se echó hacia atrás dejando escapar un chillido agudo. Gritó tapándose la boca y desgarró el delantal de la mujer. Huyó a su habitación, arrastrando la manta tras los pies fríos. ¿Qué ocurre; no tendrá miedo de esa pobre mujer? El esqueleto entraba en su habitación. Despa