CAPÍTULO II
A los veintiséis años, mi nombre no era del todo desconocido en Atenas. Ya había interpretado primeros papeles en el Pireo y había hecho segundos en el Teatro de la Ciudad, en obras premiadas. Sin embargo, los grandes papeles masculinos habían quedado reservados al protagonista y todas mis mejores actuaciones habían sido en personajes femeninos. Siendo hijo de mi padre, era fácil que me encasillaran, aunque cualquiera que buscara un actor para un gran papel femenino pensaría primero en Teodoro. Era un momento que les llega a muchos artistas, y del cual es preciso huir.
Sería necesario algo más que el aplauso en el Pireo para que mi nombre constara en la lista de actores principales del Teatro de la Ciudad. La competencia era a muerte; los libros estaban llenos de viejos vencedores que apenas podían contar sus coronas. Sin embargo, había más concursos en otras ciudades y era el momento de intentar llevar a casa un par de coronas de triunfo.
Mi madre había muerto. Yo había podido dar una dote decente a mi hermana y casarla convenientemente. Nada me retenía en Atenas y a mí me gusta vagar libre y sin responsabilidades, como a tantos de mi oficio. Por todas estas razones, me asocié con Anaxis.
Ya hace bastante que Anaxis decidió dedicarse exclusivamente a la política. Su voz y sus gestos son muy apreciados y todos sus rivales oradores, cuando quieren atacarlo, lo acusan de haber sido actor. En fin, él escoge sus compañías y buen provecho le haga, pero –aunque tal vez él no me agradezca que lo diga ahora– en la época a la que me estoy refiriendo era una figura en ciernes y siempre he pensado que abandonó la escena demasiado pronto.
Era mayor que yo, treinta años cumplidos, y tenía fama de irritable, pero uno podía llevarse bastante bien con él si no se metía en sus asuntos. Su familia había sido rica, pero lo había perdido todo en la Gran Guerra; no consiguieron recuperar sus tierras y su padre terminó trabajando de administrador. Por eso Anaxis, pese a tener talento, sólo deseaba ser artista con la mitad de su mente; la otra mitad aspiraba a ser un gentilhombre. Cualquier colega artista comprenderá a qué me refiero.
Es el único actor con barba que he conocido nunca. No logro imaginar cómo era capaz de llevarla bajo las máscaras, pero ni siquiera en verano hacía otra cosa que recortársela un poco. Anaxis valoraba mucho la dignidad que le daba y, ciertamente, tenía una gran presencia. Sin embargo, ya no era joven y no había conseguido entrar en la lista, de modo que se estaba poniendo nervioso.
Según nuestro contrato, nos turnaríamos en los papeles de protagonista. A mi socio le gustaban los personajes majestuosos como el Agamenón, y, gracias a ello, incluso cuando le tocaba escoger a él, me cedía algunos papeles de primera clase. Siempre se mostraba como un hombre de buena cuna y se comportaba de acuerdo con ello. Tal vez fuera pomposo, pero nunca resultaba sórdido o mezquino, lo cual tenía mucho mérito en una gira.
Teníamos un compromiso en Corinto para una obra muy reciente,Las amazonas, de Teodectes. Anaxis, a quien le tocaba escoger, se decidió por Teseo y me dejó a Hipólita, que, a mi modo de ver, era el mejor papel. Heracles era interpretado por nuestro tercer actor, Crántor. Era el mejor que habíamos podido contratar, un profesional fiable y experimentado que había perdido toda ambición hacía mucho tiempo, sin amargarse por ello, y que había seguido en el teatro porque no habría podido soportar otra vida. Como extra teníamos a un joven llamado Antemio, que era el amante de Anaxis. Éste lo comparaba con una estatua de Praxíteles y tenía razón, al menos en lo que se refería a su cabeza, dura como el mármol; por lo demás, el muchacho era inofensivo y hacía lo que le mandaba. Yo habría escogido a alguien mejor, pero me había dado cuenta de que Anaxis nunca se movía sin él, de modo que guardé silencio en lugar de empezar con discusiones desde el primer momento.
El teatro de Corinto es uno de los mejores de Grecia. Tiene capacidad para dieciocho mil espectadores y desde la última fila puede oírse suspirar a los actores. La plataforma móvil gira suavemente sobre ruedas engrasadas; uno nunca ve aparecer a Clitemnestra, pres