: Alfred Döblin
: No habrá perdón
: Edhasa
: 9788435049795
: 1
: CHF 12.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 480
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Karl huérfano todavía niño de un padre de la baja aristocracia rural, va a parar con su madre y sus hermanos a una ciudad innominada, en un momento innominado, que no resulta difícil identificar como el Berlín inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Allí experimentará los conflictos que afrontan las clases sociales, los efectos de las crisis económicas, el profundo enfrentamiento que divide a los explotadores y a los explotados. Y, con todo ello, la evolución personal lo situará en una continua encrucijada, en una constante necesidad de tomar decisiones, hasta la última página del libro. Primera novela de Alfred Döblin tras huir de la Alemania nazi, escrita en 1934, 'No habrá perdón' es una novela de profunda intención política, de impresionante descripción sociológica y de inspiración claramente biográfica. Con la magnífica pluma a la que nos tiene acostumbrados, vibrante y enérgica, Döblin nos lleva a las raíces de un mundo que, en lo esencial, parece en ocaciones no haber cambiado.

Alfred Döblin (Szczecin, Polonia, 1878 - Emmendingen, 1957) ha pasado a la historia de la literatura universal como autor del Berlin Alexanderplatz. A raíz de la toma del poder por los nazis en 1933, Döblin emigró a Francia, y en 1940, con la ocupación de Francia, huyó a los Estados Unidos. Volvió a Alemania, convertido al catolicismo, en 1945, como funcionario del gobierno militar francés, y allí completó una serie de cuatro novelas sobre la revolución alemana, «Noviembre de 1918» (1950), antes de regresar a Francia en 1951. «Noviembre de 1918» es una tetralogía que consta de los siguientes volúmenes: Burgueses y soldados I El pueblo traicionado II-1 El regreso de las tropas del frente II-2 Karl y Rosa III

Partida

Con sus negros ropajes, esperaban en el pequeño andén descubierto, la madre inmóvil bajo el ardiente sol, entre dos campesinas que se cubrían la frente con sus coloridos pañuelos de cabeza y mataban las moscas que zumbaban alrededor de sus desnudas pantorrillas; hacían visera con la mano para atisbar el tren, pero aún no venía, todavía no; habían salido demasiado temprano, llevaban en camino desde el amanecer, para dejar por fin atrás la pena y la despedida.

La madre estaba envuelta en su tupido velo de viuda, apretaba flores y pañuelo en la mano izquierda, llevaba en la derecha un bolsito con el dinero y los documentos. Su hijita, con capotita negra, vestida de domingo, se agarraba a su falda por detrás y miraba, con el pulgar metido en la boca, a sus dos hermanos, el mayor y el menor, que patrullaban incansables a lo largo de las vías con sus chaquetas nuevas y baratas, los pantalones largos demasiado apretados, los desacostumbrados sombreros de paja con la cinta de luto en las cabezas redondeadas. A veces se permitían detenerse para discutir, a espaldas de las mujeres, sobre los baúles amontonados aquí y allá como en un pequeño bastión, aquí estaba la vajilla, aquí más vajilla, aquí las cosas de mamá, aquí las de la pequeña Marie, aquí está el viejo reloj.

Entonces vibraron los raíles, la madre cogió la mano de la niña, dos hombres sencillos con gorras de funcionario salieron fumando de la caseta de la estación, uno de ellos cogió una carretilla vacía y la empujó detrás de los baúles, los chicos se acercaron corriendo, habían descubierto al fondo de las vías el punto negro que aumentaba de tamaño, que se acercaba con temblor y estrépito, la locomotora alzaba cada vez más su negro escudo de hierro, los raíles temblaban al ritmo de sus embestidas, el tren se acercaba escupiendo vapor, poderoso, ralentizaba su respiración, se forzaba a pararse jadeando pesadamente, se detenía con un chirrido.

Las dos campesinas se frotaron las pantorrillas, torcieron en una mueca dolorida sus viejos y tostados rostros. Un funcionario gritó el nombre de la estación, hizo señas a las mujeres, abrió la puerta de un coupé en la cabecera del tren, los baúles fueron llevados atrás, las campesinas arrastraron detrás de la mujer una pesada maleta cubierta con una lona negra. Los chicos fueron los primeros en encaramarse al tren, el menor ya se había arrodillado en el banco, radiante, y se asomaba por la ventanilla. La madre caminó lentamente con la niña. La ayudaron a subirla al vagón, todo el mundo tiraba y empujaba de la maleta, los niños alborotaron pidiendo los baúles, pero ya estaban almacenados en el vagón de equipajes. Entonces sonó el silbato, la puerta se cerró de golpe, las dos campesinas en el andén retrocedieron y tiraron del pico de sus pañuelos.

La pesada carcasa de hierro pasó delante de ellas y salió resoplando de la estación. Vieron la cara feliz del pequeño y la triste y cerrada del mayor. La viuda se sentaba en medio del banco, muda, con su hijita abrazada a su lado, las flores y el pañuelo en el regazo.

Las relucientes vías volvieron a quedar despejadas. Las campesinas abandonaron el ardiente andén, cruzaron el pueblo, sumido en el silencio del mediodía, caminaron largo rato por la sinuosa carretera hasta doblar hacia los campos. Pasaron por delante de un pequeño grupo de abedules, de un prado, de una granja, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Unos patos nadaban en un charco junto a ella, de la granja venía ruido de reses, martillazos y voces humanas. A un lado de la finca, el que daba a la carretera, estaba la posada, de dos plantas, con su alto tejado rojo. Estaba oculta por un andamio, resplandecía, recién blanqueada. En ese momento estaban levantando en el tejado una muestra azul, que mostraba radiante, hacia la carretera, las letras doradas: «Zum Wiesengrund. Posada, fonda». Debajo de la muestra se abombaba una lona: «Nuevo propietario».

Aquellos a quienes había