: Charles Kingsley
: Hipatia de Alejandría
: Edhasa
: 9788435049696
: 1
: CHF 11.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 704
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Alejandría, en el año 413. Una ciudad en la que confluyen estudiosos de todas las tendencias filosóficas y donde florecen las artes, pero desgarrada por los conflictos políticos y de religión. Este es el escenario de fondo sobre el que Charles Kingsley nos narra la historia de una mujer extraordinara y avanzada a su tiempo: Hipatia de Alejandría, filósofa, astrónoma y matemática. Pero en aquellos tiempos la sabiduría podría convertirse en un arma de doble filo y más si era atribuida a una mujer. Hipatia se verá rodeada por una serie de personajes, enfrentamientos religiosos y políticos que acabarán con su brutal asesinato a manos de una turba enfurecida. Publicada originalmente en 1853, la recuperación de esta novela que habla de la barbarie que provocan la intransigencia y el fanatismo no puede ser más oportuna. Tras el estreno de la película ÁGORA de Amenábar el interés del público en general se ha volcado en este personaje, hasta ahora, casi desconocido para la mayoría.

Charles Kingsley nació en Devon (Inglaterra) y se educó en Cambridge, donde se graduó en 1842. Inicialmente orientado a la abogacía, en 1844 decidió convertirse en pastor anglicano. Además de ocupar cargos eclesiáticos como rector de una parroquia, primero, y más tarde como canónigo de la catedral de Chester, Kingsley mantuvo un profundo y constante interés por la historia y por las ciencas. Amigo del científico Thomas Huxley y de Charles Darwin fue uno de los primeros en elogiar El origen de las especies. Durante varios años ocupó la cátedra de Historia moderna en Cambridge. Fue también tutor del príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII, y fundador y miembro de varias prestigiosas sociedades científicas y culturales. Fue un escritor prolífico, autor de poesía, artículos políticos, obras para niños - entre ellas la clásica Los niños del agua (1863) y Cuentos de hadas griegos: los héroes (1856)-, y varios volúmenes de sermones, además de numerosas novelas históricas, entre las cuales destaca Hipatia (1853), ¡Rumbo al Oeste! (1855) y Hereward the Wake (1865).

Prefacio

Un bosquejo de cómo discurría la vida cotidiana en el siglo V por fuerza ha de contener escenas que poco han de agradar al lector, y que las almas candorosas e inocentes bien harán en soslayar. Se trata de la recreación de una época magnificente y execrable, uno de esos momentos de trascendental importancia en la historia del género humano, en que, con escalofriantes barbarie y crudeza, virtud y depravación van de la mano, simultaneadas a veces en una misma persona. No sin inquietud tomará la pluma quien se decida a escribir sobre aquel momento, pues no osará relatar la extrema crueldad de los malvados, y nadie le creerá si ensalza sus bondades. Por si fuera poco, doble será la violencia que sufra en este caso, pues si los pecados de la Iglesia, aun nefandos, eran de tal naturaleza que podían confesarse, los perpetrados en el seno de la sociedad pagana en la que estaba inmersa eran indescriptibles, circunstancia ésta que, en aras de la decencia, impone ciertas limitaciones al apologeta cristiano, obligándole a mantener una posición más indulgente de la que tales hechos merecen.

En el transcurso de los siglos, jamás se ha cernido ni la más leve sospecha de inmoralidad sobre la heroína de este libro, ni sobre los insignes filósofos de la escuela a que perteneció Por indignos y libertinos que fueran sus discípulos, a saber, los maniqueos, los más eminentes neoplatónicos eran, como el propio Manes, figuras de ascetismo y virtud acendrados.

Era aquélla una época en que las enseñanzas de todo pensador que se preciara por fuerza habían de colmar la aspiración de alcanzar las más excelsas cimas de la honorabilidad. Aquellas palabras de divina inspiración, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que llega a este mundo», avivaron en el ser humano un anhelo de integridad moral que tan sólo algunos filósofos o profetas, retirados del mundo, habían propugnado hasta entonces. El espíritu había prevalecido sobre la carne; de un extremo a otro del Imperio, del esclavo encadenado al molino al emperador hierático en su trono; los corazones ansiaban y, desazonados, buscaban la honradez, o reverenciaban a quienes la ponían en práctica. Y Aquel que suscitaba tales anhelos, al tiempo proveía los medios para satisfacerlos, enseñando a la humanidad, dilatado y penoso empeño, a distinguir la verdad del vasto fárrago de vanas y engañosas formulaciones, y mostrar por vez primera, desde que el mundo es mundo, un atisbo de salvación, destinado no sólo a unos pocos, los elegidos, sino al género humano en su conjunto, sin distingos de razas ni dignidades.

Hacía algo más de cuatrocientos años que el Imperio romano y la Iglesia cristiana, venidos al mundo casi en la misma época, marchaban cada uno por su lado, como dos grandes potencias rivales, empeñadas en mortal contienda por ganarse la voluntad de los hombres. La fuerza del Imperio no residía tan sólo en su arrolladora fuerza militar o en su insaciable sed de conquistas, sino en su inigualable capacidad de organización y en la instauración de un sistema uniforme en que prevalecían una ley y un orden eternos. En realidad, una magnífica dádiva para las naciones que caían bajo su férula, ya que venía a sustituir el cíclico y periódico expolio al que se veían sometidas como consecuencia de los fortuitos y arbitrarios desastres que provocaban los enfrentamientos tribales, al tiempo que, de cara al Imperio, imponía el orden entre los ciudadanos más ricos de cada provincia, dándoles la oportunidad de repartirse los beneficios derivados de la explotación de las masas inferiores y trabajadoras. Esclavos por doquier, pues, en las provincias del Imperio; en las ciudades, multitudes de hombres sólo en apariencia libres que si no morían de hambre era gracias a la beneficencia de los poderosos; brutalmente aletargadas además mediante un amplio dispositivo de espectáculos públicos en los que se traspasaban los límites de la naturaleza y el buen gusto con tal de saciar las ansias de deleite, lascivia y ferocidad de un populacho depravado.

Cuatrocientos años llevaba la Iglesia enfrentándose a organización tan vasta, con las únicas armas de un arrebatado mensaje que a todos abarcaba, encarnando un espíritu de honestidad y virtud, de amor y sacrificio en bien de los demás, que había calado más hondo y unido más a los hombres que la