Primera parte
LAS NARANJAS DE
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
La pequeña comunidad de un solo miembro, iniciada por el fabuloso «forastero» Jaime de Angulo, se ha multiplicado hasta doce familias. Tal como van las cosas en esta parte del mundo, la montaña (Partington Ridge) se acerca ya al punto de saturación. La gran diferencia entre el Big Sur que conocí hace once años y el de hoy es la llegada de tantos nuevos niños. Aquí las madres parecen ser tan fecundas como la tierra. La pequeña escuela rural, situada no lejos del Parque Nacional, ya casi ha alcanzado toda su capacidad. Es la clase de escuela que, para gran desgracia de nuestros niños, está desapareciendo rápidamente de la escena americana.
No sabemos lo que puede llegar a pasar dentro de diez años más. Si se descubre por esta zona uranio o algún otro metal decisivo para los belicistas, Big Sur habrá quedado reducido a una leyenda.
Hoy Big Sur ya no es un rincón perdido. El número de visitantes y turistas aumenta de año en año. Ya sólola Guía de Big Sur de Emil White atrae a enjambres de turistas hasta nuestra puerta. Lo que se inauguró con modestia virginal amenaza con acabar como un filón. Los primeros colonos van muriendo. Si se dividen sus enormes fincas en propiedades pequeñas, Big Sur puede convertirse rápidamente en un suburbio (de Monterrey), con servicio de autobuses, quioscos de barbacoas, estaciones de servicio, cadenas de almacenes y toda la odiosa faramalla que vuelve horrendas las zonas residenciales.
Se trata de una visión tétrica. Podría ser que nos libráramos de los habituales horrores que acompañan las oleadas de progreso. Tal vez llegue el milenio, ¡antes de que nos veamos invadidos!
Me gusta recordar mis primeros días en Partington Ridge, cuando no había electricidad ni cubas de butano ni refrigeración... y el correo sólo llegaba tres veces a la semana. En aquellos días e incluso después, cuando regresé al Ridge, logré ir tirando sin un coche. Desde luego, tenía un carrito (como aquellos con los que juegan los niños), que Emil White me había fabricado. Tirando de él, como un viejo macho cabrío, transportaba pacientemente el correo y los comestibles montaña arriba, una pendiente bastante empinada de unos dos kilómetros y medio. Al llegar a la curva cerca del camino de entrada de los Roosevelt, me quitaba toda la ropa, menos un taparrabos. ¿Quién iba a impedírmelo?
En aquellos días, la mayoría de los visitantes eran jóvenes que estaban a punto de incorporarse a filas o acababan de reintegrarse a la vida civil. (Siguen haciendo lo mismo hoy, aunque la guerra acabó en 1945.) La mayoría de aquellos muchachos eran –o aspiraban a ser– artistas. Algunos se quedaban y subsistían de la forma más estrafalaria; algunos volvían más adelante para intentarlo en serio. Todos ellos estaban embargados por el deseo de escapar de los horrores del presente y dispuestos a vivir como ratas, a condición de que los dejaran en paz. ¡Qué panda más extraña eran, ahora que lo pienso! Judson Crews, de Wako (Texas), uno de los primeros en aparecer, recordaba –por su frondosa barba y forma de hablar– a un profeta moderno. Vivía casi exclusivamente de mantequilla de cacahuete y hojas de mostaza silvestre y no fumaba ni bebía. Norman Mini, que ya había tenido una carrera poco habitual, comenzando, como en el caso de Poe, con su expulsión de West Point, se quedó (junto con su mujer y su hijo) lo suficiente para acabar una primera novela: la mejor primera novela que he leído nunca y aún inédita. Norman era «diferente», en el sentido de que, pese a ser pobre como una rata, no renunciaba a tener una bodega, que albergaba algunos de los mejores vinos (nacionales y extranjeros) imaginables. Otro era Walker Winslow, que entonces estaba escribiendoIf a Man Be Mad, que llegó a figurar en la lista de libros más vendidos. Walker escribía a toda velocidad y, al parecer, sin interrupción, en una casucha diminuta junto a la carretera, que Emil Wh