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Esta pesadilla comienza en el momento exacto en que Carlota Pino, sobrina del diputado Pedro Pino, decide asistir en secreto a las fiestas patronales que se celebran en Santa Fe. Por supuesto, la joven no imagina el funesto destino que le aguarda en la capital provincial. Es incapaz de prever el trágico evento en que se verán inmersas tanto ella como su pobre hermana de aquí a unas pocas horas. Tan espeluznante. Tan desgarrador. Tan horrible y enigmático. Su muerte tendrá en vilo durante meses al territorio más septentrional de cuantos conserva España en las Américas: Nuevo México. Y ya es decir, porque en esta tierra montañosa, desértica y aislada hasta el más atroz de los crímenes es susceptible de pasar inadvertido.
Son las ocho de la tarde del 19 de agosto de 1820. Sábado caluroso para despedir una soporífera semana. El sol, inclemente y despiadado en esta época del año, ha caído ya tras las torretas de madera que se elevan sobre la mina de Cerrillos. Una vez que han salido los mineros de la tierra, la quietud más absoluta se adueña del valle. El silencio lo rompe tan solo el bramido de un coyote que perdió a su madre a primera hora de la mañana. Aúlla una vez. Y otra. Su premonitorio lamento, sin embargo, apenas alcanza la gruesa tapia de adobe que pone límite a la hacienda de la familia Pino.
Frente al tocador de su pequeña alcoba, y ajena al mal que la rodea, Carlota se acicala para el esperado encuentro. Mientras lo hace, tararea para sí un fandanguillo travieso, de los que dejan caer una rima picante entre verso y verso. Una canción popular que roza la desvergüenza y que, en palabras del padre Cadalso, la ponen a una caminito del mismo infierno. El farolillo que ha encendido apenas le permite ver si la trenza que hilvana en su cabellera oscura lleva visos de convertirse en algo presentable. Mejor así, piensa luego. Demasiada luz alertaría a sus padres, que no han de enterarse jamás de sus intenciones.
Naturalmente, Carlota pretende acudir al festejo del único modo en que una niña de quince años puede hacerlo dadas las circunstancias: sin el permiso de sus mayores, escabulléndose de la cama en plena noche y, por todo ello, hecha un manojo de nervios. Tal vez por eso, unas horas antes de que ocurra la desgracia, la pequeña, que no tiene un pelo de tonta, acude a Dolores, su hermana mayor y confidente, con indicaciones precisas sobre el modo en que pretende acudir a la verbena.
—Dolores, escucha —susurra—. Dolores…
Abre un ojo la hermana, malhumorada.
—En esta casa no puede una descansar tranquila —se lamenta—. ¿Qué quieres ahora?
—Perdóname, no sabía que dormías.
En la oscuridad, el incesante titileo de la llama dibuja formas irregulares en el papel pintado y arranca, de paso, destellos sobre el perchero cobrizo, la loza y los artilugios metálicos que decoran el tocador de la alcoba.
—Ya no duermo —se incorpora, despacio—. Dime qué buscas.
—Nada. Marcho a Santa Fe.
—¿Cómo?
—Son las fiestas de la santa patrona —explica la pequeña—. Pero descuida, que estoy aquí antes de que cante el gallo.
—¿Estás loca, Carlota? —le espeta la hermana—. ¿Vas sola?
—Me he citado a las diez con Ignacio Losada, el hijo de Baldomero.
—¿Ese desgraciado?
—¿Quieres venir?
Arquea las cejas Dolores Pino, sorprendida con el ofrecimiento. Luego pone una mueca extraña, niega con la cabeza y responde:<