Prólogo
Catalogar las ruinas
Para el erudito neerlandés Hugo Blocio, su nombramiento en 1575 como bibliotecario de Maximiliano II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, debía ser el cenit de su carrera profesional. Sin embargo, cuando Blocio llegó a Viena para asumir sus nuevas responsabilidades, la escena con la que se encontró fue de devastación. «Qué descuidado y desolador parecía todo», escribió lastimeramente:
Había moho y podredumbre por todas partes, restos de polillas y de piojos de los libros, y una gruesa capa de telarañas. Las ventanas llevaban meses sin abrirse y ni un rayo de sol se había filtrado a través de ellas para iluminar los desafortunados libros, que se deshacían poco a poco, y cuando se abrían, qué nube de aire nocivo se levantaba.[1]
Se trataba de la biblioteca imperial, la Hofbibliothek, una colección de 7.379 ejemplares (la primera tarea de Blocio fue redactar un catálogo), y no estaba ubicada en el palacio imperial, sino en la primera planta de un convento franciscano, un lugar donde guardar una colección huérfana que a todas luces no desempeñaba ningún papel en la actividad cultural del emperador.
Cuando Blocio llegó a Viena había transcurrido más de un siglo desde la invención de la imprenta, una maravilla tecnológica que pondría al alcance de muchos miles de ciudadanos europeosel placer de la posesión de libros. Sin embargo, en pleno florecimiento de la cultura literaria, una de las principales bibliotecas de Europase había convertido en un polvoriento mausoleo. Y no era un ejemploaislado. La afamada biblioteca de Matías Corvino, rey de Hungría,prodigio de la primera era del coleccionismo de libros, estaba completamente destruida; en Florencia, los excepcionales y valiosos libros de Cosme de Médici habían terminado siendo absorbidos por otras colecciones. La espectacular biblioteca de Hernando Colón, hijo de Cristóbal Colón, pretendía rivalizar con la legendaria Biblioteca de Alejandría, pero también había quedado en gran medida dispersa, víctima de los estragos del tiempo, la censura de la Inquisición y las apropiaciones del rey de España.
La biblioteca de Federico da Montefeltro, duque de Urbino, un coleccionista tan destacado que se decía que no permitía que ningún libro impreso contaminara sus maravillosos manuscritos, también cayó en el abandono. Cuando el famoso experto bibliotecario Gabriel Naudé la visitó en la década de 1630, vio la biblioteca del duque de Urbino «en un estado tan deplorable que los lectores se desesperan cuando intentan encontrar algo». Naudé, un joven con una popularidad en auge, era autor de una de las primeras guías para coleccionistas de libros, destinada a una clientela de élite que pudiera ofrecerle un cómodo puesto al cargo de su biblioteca (y así sucedió).[2]Lo que Naudé no abordó en sus textos fue la incómoda verdad que el paso de los siglos impone a las bibliotecas: ninguna sociedad se ha mostrado nunca satisfecha con las colecciones heredadas de las generaciones anteriores. Lo que con frecuencia veremos en este libro no es tanto la aparente destrucción gratuita de hermosos artefactos, tan lamentada en anteriores estudios de la historia de las bibliotecas, sino abandono y desprecio, pues los libros y las colecciones que representan los valores y los intereses de una generación a menudo no interpelan a la siguiente. El destino de muchas bibliotecas fue el lento deterioro en desvanes y edificios en ruinas, aunque esta situación solo fuera el preludio de su renovación y renacimiento en los lugares más inesperados.
Si dejamos a Naudé rebuscando entre las marchitas glorias italianas y avanzamos cuatrocientos años, nos encontramos con quelas bibliotecas siguen atravesando una crisis existencial que cuestiona su relevancia, si bien ahora una colección de siete mil ejemplares es un logro menos destacable. En nuestr