: Alexandre Dumas
: Mauro Armiño
: La guerra de las mujeres
: Ediciones Siruela
: 9788410183803
: Libros del Tiempo
: 1
: CHF 11.50
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 624
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En medio de la guerra civil emprendida por la aristocracia francesa durante la minoría de edad de Luis XIV, dos mujeres se enfrentan con todas sus armas. En la lucha por el poder, ponen en liza su belleza, su gran capacidad para la intriga, su amor y sus celos sin renegar del coraje ni de sus dotes militares. Alexandre Dumas, autor de algunas obras maestras del espíritu romántico como El conde de Montecristo, recrea una estampa de la guerra de la Fronda con dos personajes que quieren ser los equivalentes femeninos de sus célebres mosqueteros: la astuta y encendida amante del duque d'Épernon, Nanon de Lartigues, fiel a una Ana de Austria y a un cardenal Mazarino que tratan de salvaguardar la corona para quien luego sería el Rey Sol, Luis XIV; y la rubia y valerosa Claire de Cambes, que sostiene la rebelión de los príncipes de Condé con su inteligencia y su astucia. Estas dos «mosqueteras con faldas», como se las ha llamado, se convierten en el eje de una narración con los mismos ingredientes que Los tres mosqueteros, la novela más célebre de Dumas: acción, intriga y rapidez descriptiva. Pero aquí el autor privilegia un aspecto, el amoroso, acompañado por los celos y la rivalidad femenina, pues las dos protagonistas se enamorarán del mismo hombre.

Alexandre Dumas nació en Villers-Cotterêts, al norte de París, en 1802. Fue secretario del duque de Orleans y pasante de un notario. Su pasión por la lectura y la historia lo convirtieron en un prolífico escritor, destacando sus obras Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo o La reina Margot. En 1824 nació su hijo Alexandre, autor de La dama de las camelias. Republicano, apoyó la revolución de 1848; pero cuando ésta fracasó tuvo que huir a Bélgica. Su voluminosa obra escrita le dio fama y riqueza, si bien murió casi arruinado el 5 de diciembre de 1870.

I


A cierta distancia de Libourne, la alegre ciudad que se mira en las rápidas aguas del Dordoña, entre Fronsac y Saint-Michella-Rivière, se alzaba en otro tiempo un bonito pueblo de paredes encaladas y tejados rojos semihundidos bajo los sicomoros, los tilos y las hayas. El camino de Libourne a Saint-André-de-Cubzac pasaba por en medio de sus casas simétricamente alineadas y formaba la única vista que poseían. Detrás de una de esas hileras de casas, a unos cien pasos poco más o menos, serpenteaba el río cuya anchura y fuerza empiezan a anunciar desde ese punto la cercanía del mar.

Pero la guerra civil pasó por allí: y primero derribó los árboles, luego despobló las casas que, expuestas a todos sus caprichosos furores y sin poder huir como los habitantes, fueron desmoronándose poco a poco sobre la hierba, protestando a su manera contra la barbarie de las guerras intestinas; pero poco a poco la tierra, que parece haber sido creada para servir de tumba a lo que sea, cubrió el cadáver de esas casas tan alegres y tan felices. La hierba creció al fin sobre ese suelo ficticio, y hoy el viajero que sigue la solitaria ruta está lejos de sospechar, al ver pacer sobre los desiguales montículos uno de esos grandes rebaños como los que se encuentran a cada paso en el Sur, que pastor y corderos hollan el cementerio donde duerme un pueblo.

Pero en la época de que hablamos, es decir, hacia el mes de mayo del año 1650, el pueblo en cuestión se extendía a ambos lados de la ruta, alimentándola como una gran arteria, con una abundancia de vegetación y de vida de las más alegres; al forastero que lo hubiera cruzado entonces le habrían gustado aquellos aldeanos ocupados en enganchar y desenganchar los caballos de su arado, aquellos barqueros que lanzaban al río sus redes en las que se agitaba el pescado blanco y rosa del Dordoña, y aquellos herreros que golpeaban rudamente sobre el yunque, y bajo cuyo martillo brotaba un haz divergente de chispas que iluminaba la fragua a cada golpe que daban.

Pero lo que más le hubiera encantado, sobre todo si la ruta le hubiera dado ese apetito proverbial de quienes suelen frecuentar los caminos reales, habría sido, a quinientos pasos de ese pueblo, una casa baja y alargada, formada únicamente por una planta baja y un primer piso, que exhalaba por su chimenea ciertos vapores y por sus ventanas ciertos olores que indicaban, mejor todavía que una figura de becerro dorado pintado sobre una placa de latón rojo, que crujía suspendida de una varilla de hierro empotrada en la cornisa del primer piso, que por fin había llegado a una de esas casas hospitalarias cuyos habitantes se encargan de reparar, a cambio de cierta retribución, las fuerzas de los viajeros.

¿Por qué, se me dirá, estaba situada la posada del Becerro de Oro a quinientos pasos del pueblo, en lugar de haberse alineado de forma natural en medio de las risueñas casas agrupadas a ambos lados del camino?

En primer lugar, porque, por más perdido que estuviera en ese rinconcito de tierra, el posadero era, en materia de cocina, un artista de primer orden. Y, si se hubiera asentado en el centro o en los extremos de una de las dos largas hileras de casas que formaban el pueblo, corría el riesgo de verse confundido con alguno de esos figoneros a los que tendría que admitir como colegas, pero a los que no podía decidirse a mirar como a iguales suyos: todo lo contrario, aislándose, atraía sobre él las miradas de los entendidos, que, en cuanto habían probado una sola vez s