− CAPÍTULO 1 −
EL HALLAZGO
Sonia Rubio Arrufat
20 de noviembre de 1995
El hombre que busca trabajo y desahogo se queda paralizado. Nadie espera agachado junto a una roca y dos pinos solitarios ver asomar una mano momificada y un matojo de pelo humano. José Manuel Abadía, con los pantalones bajados, se aterroriza y corre como puede hasta su coche que ha aparcado a unos treinta metros cuando sus intestinos le han obligado a parar y a buscar un camino de tierra apartado de la carretera. El miedo vence a la curiosidad. Pasada la una de la tarde, está en el cuartel de la Guardia Civil y lleva a los agentes hasta el lugar donde ha encontrado el cadáver. Es 20 de noviembre de 1995 y acaba de aparecer el cuerpo de Sonia Rubio Arrufat, de veinticinco años. La buscaban desde hacía casi cinco meses cuando la engulló el silencio en una calle de Benicàssim (Castellón).
José Manuel no ha oído jamás hablar de Sonia. Nunca ha estado en Benicàssim. Delineante, de treinta y siete años, en paro, natural de Orihuela (Alicante), sus esfuerzos de los últimos meses se han centrado en encontrar empleo. Por eso está en Castellón. Busca un lugar donde colocarse y establecerse. Venía del Grao por la antigua nacional 340 (Cádiz-Barcelona) cuando ha tenido que pararse sin perder tiempo. Ha cogido el primer desvío a mano, el camino de tierra. Es la partida Campo de Batalla, que pertenece a Oropesa del Mar, nada más salir de Benicàssim. Una zona de cazadores de conejos y zorzales, de parejas ávidas de deseo, de chatarreros y vagabundos. Un vertedero improvisado. Ese ha sido el lecho de muerte donde Sonia se ha descompuesto mientras su familia se reducía a escombros de incertidumbre y dolor. El barranco Bellver flanquea el paso a unos metros. El camino, en el que se han hecho obras en septiembre, lo cierra una cadena con candado para que no pasen coches. Lleva colocada solo un par de meses.
El brigada Pablo Pizarro y el cabo Francisco Javier Cerdán, policías judiciales de la 312.ª Comandancia de la Guardia Civil, son los primeros en llegar. Avisan al juez de guardia y también al magistrado José Luis Albiñana. Fue él, al frente del juzgado número 8, quien abrió la investigación cuando desapareció Sonia. El paisaje inhóspito se altera con la cinta macabra: «No pasar – Guardia Civil», que permanecerá ahí durante un tiempo hasta que la lluvia, el viento o una mano inconsciente la eche abajo. Pizarro y Cerdán saben que es el cuerpo de la chica sin necesidad de que la autopsia se lo confirme. Ven el pelo y el anillo plateado y se miran con la complicidad del silencio.
A las tres y media, el forense José Antonio Presentación empieza a trabajar. El cuerpo momificado carece de genitales y vísceras. La cabeza está tapada por una cubeta de pintura de plástico naranja, y el cuerpo, por un saco de cemento bruñado sobre el que el asesino ha colocado unas piedras para que no vuele. A ambos objetos se les han pegado mechones de pelo que se mezclan con matas secas.
Un cadáver momificado es la reducción de la existencia humana. Pesa entre diez y doce kilos, consumido a lo esencial, ya sin sustentar un cuerpo y una vida. Sonia está desnuda, sus bragas blancas están colocadas a modo de mordaza con cinta adhesiva sobre los huesos del rostro, enredadas en su cabello, salpicado de mechas castañas y rubias gastadas a la intemperie. Las bragas son la muestra número 1, la primera de las muchísimas que llegará a acumular ese caso sin que el brigada Pizarro, el cabo Cerdán, el forense o ese juez sacado de su guardia sean capaces de imaginar la complejidad que se avecina en esa tarde a la que ya ronda la noche. A Sonia le quitaron la camiseta, la cortaron y se la anudaron. A los pies de ese cuerpo reducido a la nada hallan dos zuecos de cuero marrones con tacón del número 36 o 37.
El forense extrae con cuidado el anillo del dedo medio de la mano izquierda y se lo entrega a Pizarro. Le tocará a él el trago de enseñárselo a los padres de la chica. En ese paraje agreste donde se ha instalado la muerte, un grupo de hombres sigue el trabajo de José Antonio Presentación. Hay muchos guardias, con los jefes pendientes del escenario: el capitán de la Policía Judicial y el teniente coronel que manda en la Comandancia. Todos han visto cadáveres y crímenes. No es su primer muerto y, sin embargo, la atmósfera es más de funeral que nunca: veinticinco años, la edad de Sonia, no es solo una cifra. A Pizarro le escuece el recuerdo: la fosa de Miriam, Toñi y Desirée, las niñas de Alcàsser, se mezcla en su mente a ráfagas con el cuerpo que tiene delante. Estaba destinado en Valencia cuando les tocó desenterrar aquel horror.
El cuello que palpa el forense no tiene en apariencia fracturas, pero el paso destructor de los días y el aire han hech