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De Málaga a… se había olvidado del final de la expresión. El granizo en el que se había convertido la lluvia le azotó la cara. Recordó que tenía la nevera vacía. Pensó en la climatización de los supermercados, la iluminación artificial, las colas delante de las cajas, las sonrisas exhaustas de las cajeras, los carritos y maleteros a cargar, descargar, cargar, descargar… Sísifos modernos.Bis repetita ad vitam aeternam, como diría Timonier. Malagón. Se acababa de acordar. De Málaga a Malagón.
Desde que se había mudado al apartamento del casco viejo de Nancy, Andreani hacía la compra en Casa Rodrigo, un colmado español. La tienda era un poco más cara que las grandes superficies que poblaban las afueras de Nancy, pero las frutas y hortalizas tenían sabor; los quesos que ofrecía no estaban envasados en bandejas de plástico y el jamón que cortaba bajo la atenta mirada de sus clientes provenía de unos cerdos pata negra, cebados con bellotas. Él mismo seleccionaba los vinos que ofrecía (con una marcada tendencia por los tintos de su región natal) y, como colofón, tostaba él mismo los granos de arábica o robusta, combinándolos en equilibradas mezclas que bautizaba con nombres cada cual más poético.
Rodrigo, el propietario, era un tipo parco en palabras. A pesar de todo, el negocio iba bien, siendo su público una clientela pretenciosa que encontraba en ese mutismo la máxima expresión de la elegancia. Andreani, por su parte, se lo tomaba con calma, con la esperanza de que la tienda de la calle Craffe pasase pronto de moda.
Sus ojos se toparon con una botella de aceite de forma alargada.
—Es aceite catalán.1 De Cataluña, que, aunque no sé si es todavía España, tiene un aceite estupendo —comentó Rodrigo, antes de recomendarle unos extraños tomates aplanados y con unos profundos surcos en la piel—. Son «feos de Tudela», me ha llegado una caja esta mañana. A los clientes no les gustan, les parecen feos. ¡Pero no se le pide ser hermoso, al tomate! Tiene que ser bueno, tener sabor. Ya verá como este esdelicioso.2
Andreani envió un mensaje a Lisa informándola del cambio de planes y se dirigió a la heladería Amorino para comprar el postre. De caramelo salado y de pistacho, los sabores preferidos de su hija. Ya de vuelta en casa, dejó la compra en la cocina y se dirigió al salón, donde su maleta seguía sin deshacer. La levantó y percibió el olor a eucalipto y a olivo que emanaba de ella. Unos granos de arena cayeron al suelo. Los observó un instante y, sin saber por qué, dejó la maleta en el mismo sitio para acercarse a la cadena de música. Recorrió con el dedo la hilera de vinilos que llenaba la estantería y cogió uno al azar. Charles Bradley. Las primeras notas deConfusion llenaron la habitación.
Se duchó, y al afeitarse observó la imagen reflejada en el espejo. No se reconoció. Las ojeras que subrayaban sus ojos verdes le parecieron menos profundas, sus rasgos menos marcados, los ojos menos hundidos que antes de su partida. Los huesos de la mandíbula menos sobresalientes. Se dio cuenta de que había cogido color. Buscó ropa limpia sin preguntarse lo que se iba a poner. Sin tener en cuenta la estación, la única variación cromática que se permitía era la de sus jerséis, de gris claro a gris oscuro. Excepto estos, su atuendo era tan predecible como la fecha de Navidad. Laurent Couturier, su compañero, no perdía ocasión para bromear sobre el detalle. «Philippe, ¿sabes lo que tienen en común el Ford T y tus camisas? Que el cliente puede e