LA FELIZ PROMOCIÓN 1984
Bermejo–: Lo vimos llegar la segunda semana. El uniforme le quedaba grande, pero no tenía ningún rasgo especial. Los profesores jamás lo presentaron, él tampoco hizo nada para que advirtiéramos su presencia. Apareció en el tercer pupitre de la segunda fila, tomando notas en su cuaderno como si siempre hubiese estado allí. Pero en la primera clase de inglés lo escuchamos hablar fluidamente con la profesora. Le preguntamos; nos dijo que su padre era de Nueva York; que él mismo había vivido allí hasta hacía poco. Era simpático, ocurrente, decía que estaba feliz de estudiar en ese liceo, por eso no le prestamos atención a Luisa Karina, la sifrinísima hija de embajador que había vivido siete años en Londres, cuando nos advirtió que el nuevo compañero tenía un acentazo trinitario. A las semanas él mismo nos dijo que sí, que su padre era de Puerto España, y no volvió a surgir el tema.
Noelia–: Claro que era especial. Tenía una melena preciosa, castaña con reflejos rojizos. Parecía haber salido de un póster. Uno lo imaginaba de vocalista de un grupo de rock pesado. Él lo sabía. Llegaba a la cancha a saludarnos y se colocaba junto en el sitio donde el viento agitaba su melena. Sí me llamó la atención que se presentase como Gabriel, cuando en la lista de asistencias aparecía como Ranjid. Yo no se lo tuve en cuenta. Era el muchacho de la melenota que tenía dos nombres, y listo. En ese momento ya se le daba muy bien eso.
Luisa Karina–: Claro que me suena su nombre, pero no recuerdo nada de la fiesta de reencuentro. Nada de nada.
Marco–: A Ranjid lo conocí poco. Leía unos poemas intensos cuando nos reuníamos en el taller; eran muy malos, pero tenían algo interesante: luego comprendí que tomaba textos de libros hindúes sagrados y les intercalaba versos de Celan. No recuerdo nada más de él, excepto que le presté las obras completas de Pessoa y nunca me las devolvió.
Papadópoulos–: Fue la mejor fiesta de mi vida. No tuve tiempo de prestar atención a Gabriel.
Gustavo–: Fumaba yerba, pero no iba de malote. Una vez, el grupito de la entrada quiso robarme el reloj, y él me abrazó, me llevó hasta la puerta y les dijo: «Éste es pana, éste es pana, déjenlo quieto».
Roberto–: Me suena, me suena ese nombre. ¿No es el que apareció en una escalera la semana pasada? Uno con una nariz horrible que parecía un pepino aplastado.
Abel–: Gabriel hablaba un inglés excelente. Pienso que le teníamos aprecio porque era el proletario que podía competir con la insoportable de Luisa Karina, esa sifrina insufrible. Pero, en el resto de las materias, era bastante mediocre. Aprobó los tres primeros años porque siempre intercambiaba el examen con Gustavo. Cuando se descuidaba la profesora, él hacía un juego de manos y se quedaba con el examen del otro y le cambiaba el nombre. De todos modos, los profesores sospecharon de él. En cuarto año no lo dejaron inscribirse, le dijeron que buscase otro liceo.
Miyeli–: Le gustaba el baloncesto; lo vi muchas tardes jugando en la cancha. No era muy bueno, pero él pensaba que sí. El caso es que, al principio, lo vi con los malotes que hacían deporte y fumaban en la puerta del liceo. Por eso me sorprendió encontrarlo también un día con los intensos que tenían un taller de poesía en la biblioteca; y lo mismo con los muchachos del centro de estudiantes, preparando panfletos contra los profesores. Si lo pienso, no tenía por qué ser extraño: hay gente que es capaz de moverse en muchos mundos, pero en él había algo perturbador, algo curioso. Quizás es por todo lo que se ha dicho después, pero me sorprendía verlo en tantos sitios a la vez.
Nelson–: Lo recuerdo. En el liceo le dieron una paliza varios de sus amigos. Nunca quedó claro si fue porque no pagó una yerba que le dieron o le quiso quitar la novia a uno de ellos o le dieron plata