I.Diagnóstico
Ciudad de México. Verano de 2016
Combino la cantidad de trabajo con días llenos de actividades lúdicas. Marc, mi hijo mayor, viene a trabajar dos meses a Ciudad de México y organizamos más cosas de lo habitual. Soy florista y en mi taller me encuentro ultimando los detalles de una boda.
Un día antes de irnos de vacaciones, a mediados de junio, me hago un chequeo. Joan, mi marido, trabaja en una multinacional y las revisiones anuales son parte del seguro médico de la empresa. Hago las pruebas rutinarias sin pensar demasiado, solo tengo una ilusión: al día siguiente nos vamos a La Paz, la capital del estado de Baja California. Unos amigos nos habían propuesto apuntarnos a una travesía en goleta por el mar de Cortés, y ahí estábamos.
Fueron cuatro días sin apenas wifi, navegando por un mar plácido, sin gente, divisando esos paisajes tan únicos. La tierra blanca, las montañas rojizas, los cactus gigantes, y unas aguas cristalinas, de las que emergían rayas aleteando para desovar y en las que podías ver, desde islotes con leones marinos, a peces globo meciéndose cerca de la orilla.
Nunca había podido estar tan cerca de la brisa, de la noche, de la luna, de esos amaneceres en los que cada uno se organiza en plena libertad. Sintiendo la fuerza de la naturaleza, con esos colores y sombras, esos dibujos imposibles, respiré como nunca y disfruté del grupo y de Joan, al que vi como hacía años que no veía.
Nadábamos hacia la costa cada día, y una noche bailamos viendo las estrellas en un mar donde nada se movía. Yo pensaba que estaba en plena forma, pero me cansaba y no sabía por qué. De todos modos, siempre conseguía llegar a la playa.
Regresamos de Baja California y preparé todo para la visita anual a España. El jueves 15 de julio, justo un día antes de volar con mis hijos a Barcelona, decidí ir a buscar los resultados del chequeo.
Después de una hora revisando con la doctora unos datos en los que «no había nada especial que comunicar», hay una última frase en la que me comenta la existencia de «unas células aisladas» que hay que revisar. Le digo que lo veremos a mi vuelta, pero ella me aconseja que es mejor que lo revise en el lugar a donde vaya. Cuando le pregunto el porqué de la urgencia, me reconoce que se han equivocado al no avisarme antes y que lleve los resultados a un médico en cuanto llegue a España.
Me quedo relativamente preocupada. Me acuerdo de la gran cantidad de atún crudo que había comido últimamente, algo nuevo en mi dieta. Quizá, pensé, ese alimento había alterado mi sistema.
Preparé la maleta. Al día siguiente, llegamos al aeropuerto con más tiempo de lo previsto y, desde allí, mandé los análisis al hospital donde mi padre había fallecido dos años antes. Me citaron para el lunes siguiente.
Llegamos a España un sábado. Mis hijos habían quedado con amigos para ir a uno de esos conciertos multitudinarios del verano. Yo me dispongo a organizar el fin de semana y mi hermana me deja su coche. Le comento lo mal que funciona, que se me cala cada dos por tres, pero luego descubro que no era el coche: eran mis pies, que estaban completamente amoratados. No sabía que casi no tenía plaquetas y ya no coordinaba.
El lunes voy al médico, en el Hospital Quirón de Barcelona. Voy sola. Me diagnostican una leucemia aguda mieloide: un tipo de cáncer que provoca que la médula ósea produzca grandes cantidades de células sanguíneas anormales. No solo eso: hay también una alteración de tres cromosomas. Es una enfermedad rara. Más tarde, me informan que en el mundo no había ni cien casos registrados y que, además, no son i