uando pensamos en asesinos en serie, lo hacemos siempre en masculino. Pensamos en hombres o, mejor dicho, en un «tipo concreto de hombre»: una suerte de sociópata depravado y retorcido que actúa en solitario. Tendrá, con toda probabilidad, un apodo espantoso con el que los medios, cariñosamente precisos, lo habrán bautizado: el Destripador, el Violador Vampiro, el Hijo de Sam, el Asesino de las Sombras, el Carnicero de Berlín… Su apodo es su marca, un nombre de pesadilla para un hombre de pesadilla cuyas víctimas son, las más de las veces, mujeres inocentes.
Es cierto: los hombres son los que más sangre derraman en los libros de historia. Y, en el caso de los asesinos en serie, concretamente, los hombres superan en número a las mujeres por una abrumadora mayoría. Durante los últimos cien años, menos del 10% de los asesinos en serie han sido mujeres, o eso es lo que creemos. (Los registros no son ni mucho menos precisos. En 2007, tras una exhaustiva labor de investigación, se publicó un libro en el que se enumeraban ciento cuarenta asesinas en serie conocidas. Un blog a favor del movimiento por los derechos de los hombres incluye una lista con más de mil. Lo que sí sabemos es que la cifra, sea cual sea, ha aumentado en Estados Unidos desde la década de los setenta.) La sociedad tiende a sumirse en una especie de «amnesia colectiva» cuando se trata de recordar los episodios de violencia femenina; tanto es así que, cuando Aileen Wuornos fue acusada de siete asesinatos violentos en 1992, la prensa la coronó como «la primera asesina en serie de Estados Unidos», un título que conservaría durante muchos años.
Evidentemente, Aileen no fue la primera asesina en serie de Estados Unidos, ni de lejos. Pero las asesinas en serie son maestras de la farsa: se mueven entre nosotros con la misma apariencia que nuestras esposas, nuestras madres y nuestras abuelas. Incluso después de haber sido apresadas y castigadas, la mayoría de ellas acaba desdibujándose y desapareciendo entre las brumas de la historia, cosa que no sucede cuando el asesino es un hombre. Los historiadores aún siguen preguntándose quién era Jack el Destripador, pero casi nunca se interesan por su repulsiva compatriota Mary Ann Cotton, que se cobró la vida de tres o cuatro veces más víctimas que él, la mayoría de ellas niños.
No es que la sociedad no reconozca la presencia del mal en las mujeres, porque estas han sido retratadas como maquinadoras, malévolas y propiciadoras del apocalipsis desde que Eva mordió la manzana. Pero se diría que preferimos confinar a las mujeres malvadas dentro de los límites de nuestras historias de ficción. Pueden atraer a los hombres hacia los escollos (las sirenas), tenderles una trampa para acusarlos de asesinato(Perdida)o aspirar su aliento hasta matarlos en un poema («La Belle Dame sans Merci»); pero, cuando dan el salto a la vida real y empiezan a matar a personas de carne y hueso, nos mostramos reacios a aceptarlo. Nos resulta imposible creer que lo hicierana propósito. A las mujeres, por norma, únicamente se las considera capaces de cometer homicidios de tipo expresivo-impulsivo —el asesinato como resultado de una acción en defensa propia, un arrebato de furia, un trastorno hormonal, un ataque de histeria—, no de llevar a cabo homicidios de tipo instrumental-cognitivo, que son premeditados, planificados y se ejecutan a sangre fría.
De ahí la infame afirmación que haría Roy Hazelwood, del FBI, en 1998: «No existen las asesinas en serie».
¿Qué sucede cuando la gente se enfrenta a una asesina en serie, cuando la imagen del «sexo débil» se resquebraja y miramos a los inquietantes ojos de una mujer con sangre seca bajo las uñas? En primer lugar, es probable que comprobemos si es guapa o no. (En 2015 se llevó a cabo un estudio de lo más pormenorizado con la intención de determinar cuáles de las sesenta y cuatro asesinas en serie que analizaban poseían un «atractivo por encima de la media».) Esto ayuda a asimilar mejor sus crímenes, ya se sabe, con un poco de azúcar la píldora pasa mejor… A día de hoy recordamos a la asesina Erzsébet Báthory como una vampira sexy que solía bañarse en sangre de vírgenes, cosa que no es del todo cierta, pero que la deshumaniza, la mitifica y, en consecuencia, nos proporciona una excusa para no hacernos preguntas incómodas del tipo: si se supone que los hombres son los agresores, ¿por qué existen mujeres como Erzsébet? Muchos hacen