Saxon conducía despacio, porque la señora Wither, como de costumbre, había pedido el coche demasiado pronto y él detestaba lo que llamaba con desprecio «holgazanear» en la puerta de la estación de Chesterbourne. La campiña que atravesaban ahora se componía principalmente de pastizales con algún que otro campo sembrado de trigo y cebada, y poseía el encanto poco convencional de los paisajes de Essex: colinas bajas pobladas de robledales, que ahora exhibían sus primeras hojas pardorrosáceas, meandros de un río resplandeciente en un valle ancho oculto entre los árboles al que todas las carreteras parecían conducir y el canto cercano y distante de los pájaros, que te hacía pensar que el propio campo era el que cantaba. Los bosques y los setos parecían bullir de vida con ellos; les encantaba una tierra como aquella, llana, boscosa y húmeda.
El ser humano no había echado mucho a perder las tierras que rodeaban Sible Pelden, el pueblo más cercano a The Eagles. Bien es cierto que había una carretera principal que discurría cerca del pueblo, pero no había logrado estropear el paisaje. (Como todos los lugareños deseaban.) Era una extensión de tierra tranquila, salpicada de aldeas desvencijadas y presidida por un par de casas señoriales pertenecientes a gente adinerada que llevaba por lo menos un siglo viviendo en la zona. Londres quedaba tan solo a una hora de distancia, si el tren era bueno. El mar estaba a treinta millas y el espacio que había entre él y Sible Pelden lo ocupaban cenagales donde anidaban cisnes y otras aves más exóticas. En verano, el campo daba la sensación de estar despierto y en calma bajo un sol plateado (era tan llano que el cielo parecía estar siempre lleno de luz, ser inmensamente alto y caer casi como una niebla) mientras que, en invierno, la desolación más absoluta se cernía sobre él. Solo contaba con dos lugares de interés histórico, pero no había ningún sitio que estuviera dotado de vistas realmente espectaculares.
A las afueras de Chesterbourne había algunosbungalows recién edificados y la señora Wither, al verlos, recordó que Teddy y Viola, justo antes de que Teddy muriese, habían estado hablando de alquilar uno y mudarse allí desde aquel diminuto piso del Gran Londres donde vivían. Al menos Teddy había hablado del tema; pero que ella supiera, Viola no se había pronunciado al respecto. La señora Wither había deducido que Viola era de las que prefería quedarse en Londres. También había deducido que Viola era una joven hedonista a la que le gustaban los bailes, los vestidos nuevos, las barras de labios e incluso los cócteles.
La señora Wither suspiró. Era horrible sentir que su dolor por la pérdida de Teddy se estaba dis