Hubo una vez un rey de Francia que decidió comprarle a su amante el collar de diamantes más bonito del mundo.
Sucedió en el año 1772. El rey era Luis XV, un hombre torpe y tímido, y su amante era madame du Barry, cuyo lechoso escote y sonrojadas mejillas eran legendarios. Necesitaba un collar que estuviera a la altura de su belleza, de modo que los joyeros reales se pusieron a trabajar y consiguieron diamantes de países tan lejanos como Rusia o Brasil. Su creación, de 647 diamantes y 2800 quilates, era deslumbrante y un poco aterradora. Estaba diseñada para rodear la garganta de quien la llevara y deslizarse hacia su pecho, mientras unas hebras de diamantes caían desde la parte de atrás del cuello. Había un par de lacitos azules bastante cursis diseminados aquí y allá, pero no lograban suavizar el apabullante efecto que producía el collar. Ese estilo de joya se llamabacollier d’esclavage:un «collar de esclavo».
Tendría que haber sido la joya más esperada del mundo, pero madame du Barry nunca tuvo la oportunidad de probársela. Antes de que Luis XV pudiera pagar los dos millones de libras que costaba —más de diecisiete millones de dólares actuales—, murió de viruela, dejando a su amante sin su regalito y a los alarmados joyeros sin un céntimo. Durante una temporada, los joyeros recorrieron Europa agitando el collar delante de diversas narices reales, pero nadie quedó hechizado por su malicioso brillo y, de todos modos, nadie podía permitirse pagarlo.
Así pues, los joyeros volvieron a casa para probar una última opción. Había una chica nueva en la ciudad, una joven reina procedente de Austria, famosa por la elegancia de su cuello. Se decía que era sumamente frívola y que estaba obsesionada con todo lo que brillara. Tal vez la joya le interesara. Al fin y al cabo, ¿qué mujer no querría tener en sus manos algo tan… preciado?
Dieciséis años antes, nacía una niñita muy luchadora en un mundo sin diamantes. Su padre era alcohólico, su madre la molía a palos y su familia había malgastado su magra fortuna unas cuantas generaciones atrás. ¡Pero qué nombre le pusieron! Se llamaba Jeanne de Saint-Rémy y se sentía muy orgullosa por ser descendiente de la Casa de Valois; su nombre lo era todo para ella. El padre de Jeanne era, en rigor, hijo del tataranieto de Enrique II, que había reinado en Francia a mediados del sigloXVIen calidad de décimo rey de la Casa de Valois. Pero el suyo era un parentesco ilegítimo, pues descendía de la amante de Enrique II, y aunque sus antepasados habían disfrutado de ciertos favores reales, estos nunca dieron para mucho. Durante generaciones, los parientes bastardos de Jeanne habían vivido, dedicándose al robo y a la caza furtiva, en una destartalada casa de campo situada a las afueras del pueblo de Bar-sur-Aube, en Champaña. Poco a poco, la mayor parte de sus tierras se fue vendiendo para pagar distintas deudas, y para cuando nacieron Jeanne y sus tres hermanos ya no quedaba nada del lustre de los Valois. De hecho, los niños eran tan delgados y montaraces que a los lugareños les resultaba doloroso mirarlos. Había un pequeño agujero en la pared de la cabaña donde vivían, y los vecinos les pasaban alimentos a través de él para no ver sus famélicos rostros.
Pero Jeanne creció creyendo que había dinero de los Valois esperándola; lo único que tendría que hacer era convencer a alguien importante de que la escuchara. Sus padres alimentaron estas ilusiones a su envenenada manera. Cuando las deudas alcanzaron un nivel crítico, toda la familia huyó a París, donde la madre de Jeanne la obligó a mendigar y, si no llevaba a casa suficiente dinero, le propinaba unas palizas tremendas. Jeanne se dedicaba a vagar por las calles gritando: «¡Compadezcan a una pobre huérfana de la sangre de los Valois!». En París, el padre de Jeanne murió a causa de su alcoholismo, y ella afirmaba que entre las últimas palabras que le dijo, se encontraba el siguiente ruego: «¡Te suplico que, ante cualquier infortunio, recuerdes que eres una VALOIS!».
Cuando tenía ocho años, sus gritos fueron oídos por la marquesa de Boulainvilliers, una generosa dama que rescató a Jeanne y a sus hermanos, les limpió bien las orejas y los envió a un internado (para entonces, su madre había huido con otro hombre). La marquesa incluso logró qu