Compadecidos
“Aunque los montes cambiasen y vacilaran las colinas, no cambiaría mi amor, ni vacilaría mi alianza de paz dice el Señor que te quiere” (Isa 54, 10).
“Sellaré con vosotros una alianza perpetua” (Isa 55, 4).
Eterna (Jr 32, 40).
Haré con ellos una alianza eterna: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Bar 2,35).
“Haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva” (Jr 31, 31).
Yo estableceré mi alianza contigo y reconocerás que yo soy el Señor (Ez 16, 62).
“El Señor hizo con él una alianza de paz” (Eclo 45, 24).
La Alianza
Por los textos citados, se comprende el alcance de la voluntad de Dios de ofrecer a su pueblo una alianza perpetua: alianza de paz, eterna y de amor. A la hora de centrar nuestra contemplación en lo que es el corazón de las Sagradas Escrituras, consideramos el eje transversal de toda la Biblia y el hilo conductor de la revelación: la Alianza. Dios desea establecer con el ser humano una amistad como la que mantenía con Moisés, según el libro del Éxodo: “El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo” (Ex 33, 11). “El objetivo de la vida espiritual es encontrarse con Dios, conocerlo y caminar juntos como lo harían dos amigos” (Janet P. Williams,Un Dios que es siempre más, 23). Y no solo se trata de una relación de amistad, sino de unión.
Esta afirmación siempre nos parece exagerada, pero según la revelación cristiana, Dios se encarna en nuestra naturaleza y la une sin confusión a la suya en su Hijo, el Hijo de María.
La Alianza divina se explicita a lo largo de la Historia Sagrada. Según los distintos contextos culturales, se expresa con diversos lenguajes e imágenes, hasta llegar al momento cumbre, la plenitud del tiempo, en el que Dios se manifiesta enamorado de la humanidad, y Él mismo se hace hombre en su Hijo. El Verbo hecho carne revela una Alianza nueva y eterna. Jesús, según el Cuarto Evangelio, se presenta como novio, tal como lo confiesa el Precursor: “Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de él”. “El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada” (Jn 3. 28-29).
San Pablo, cuando habla del matrimonio, lo refiere a Cristo respecto a su Iglesia:
“Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 30-32).
De esta verdad se comprende hasta qué extremo lo que hagamos a un semejante se lo hacemos a Cristo:
“Si odio a mis hermanos, odio a Dios. Si tengo miedo a la gente, le tengo miedo a Dios. Si no tengo amigos, tampoco Dios es mi amigo. Si atropello a quienes me rodean, es a Dios a quien atropello…” (Franz Jalics,Manual de oración, 30).
El creyente cristiano ha tenido que personalizar de alguna manera su pertenencia a Dios. En ta