Si hemos de hacer caso a Ludwig Feuerbach, la Trinidad cristiana es la contradicción de politeísmo y monoteísmo, de imaginación y razón, fantasía y realidad. A esta premisa se le podría ligar una igualmente polémica: la distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. A partir de estas disyuntivas, la conciencia individual del hombre y de la mujer del siglo XXI elige libremente qué caminos ha de tomar. Todos están expeditos y son largos y tortuosos. La meta es otro vislumbre no menos misterioso que la propia Trinidad.
Los primeros teólogos de la cristiandad primitiva —mejor sería llamarlos especuladores originales—, que era un mundo fragmentado y carente aún de una ortodoxia, se lanzaron a divagar acerca del misterio Trinitario —o, para ser más exactos, sobre la naturaleza y esencia de Cristo, que afectaba al aún no definido concepto de la Trinidad—, y pasaron de una orilla a otra del río de las contradicciones, consciente o inconscientemente, siguiendo sus propios criterios reflexivos, o bien los de otros que ya lo habían hecho antes, pero que iban enriqueciendo o acaso echando a perder con sus laberínticas entelequias filosóficas, tan comunes en la iglesia cristiana oriental. Algunos de estos especuladores cayeron en la herejía, probablemente sin intención y con cierta ingenuidad.
Ser llamado hereje en aquella época —el tiempo que nos ocupa, es decir los siglos III y IV de la era cristiana— era moneda corriente, tal y como se deduce después de hacer un análisis de la historia del primitivo cristianismo. Tras la consideración de hereje de unos u otros se escondían intereses entre los diferentes grupos de pensamiento cristiano, pues éstos tenían sus particulares ambiciones y luchas de poder. El objeto fundamental de estas disputas era acumular privilegios o ir sumando más a los ya existentes: cargos eclesiásticos, prebendas, riquezas, etc. Es la eterna condición del ser humano. Pero también actuaban, ¿por qué negarlo?, razones genuinas. No existen motivos para dudar de la limpia sinceridad cristiana de estos hombres. Ellos, para entonces, consideraban que la Trinidad era el edificio que sostenía al cristianismo, religión harto perseguida hasta la promulgación, en el año 313 después de Cristo, del Edicto de Milán —que establecía la libertad religiosa en el Imperio romano— por el emperador Constantino el Grande. Ya habían pasado tres siglos desde la aparición del judío Jesús, el eje vertebrador de una religión destinada a ser la primera en el mundo, y de Pablo de Tarso —su nombre judío era Saulo—, la figura más relevante de los orígenes del cristianismo. Este último era su padre conceptual y un referente indiscutible de la religión cristiana —sus cartas representan el estrato más antiguo del canon neotestamentario, fue él quien situó la resurrección de Jesús en el centro del mensaje cristiano, y se convirtió en su genial promotor e ideólogo—. Sin embargo, ni el mismo Pablo estuvo exento de polémica: por ejemplo —en palabras del teólogo Juan José Tamayo—, en los Hechos de los Apóstoles veían en él a un testigo de Jesucristo entre los gentiles; Marción —líder religioso cristiano del siglo II— habló de Pablo como el inspirador de la religión del amor; los judeocristianos tradicionalistas lo llamaban pregonero de un falso evangelio; los gnósticos cristianos de la época lo consideraron su portavoz; y los ebionitas —que negaban la divinidad de Cristo— todo lo contrario, es decir el primer hereje del cristianismo. Como se ve, tampoco Pablo se libraba. Los numerosos seguidores de Jesús, que habían padecido persecución, tortura y muerte, dejaron ver, desde el mismo momento en el que se aprobó la libertad religiosa en el Imperio romano, sus luchas internas y sus discusiones teológicas. La Trinidad, aceptada por todos, pero con diferencias de suma trascendencia al no existir un dogma establecido hasta el celebérrimo Concilio de Nicea, celebrado el año 325, se convirtió en caballo de enconada batalla, y éste coceó desbocado a diestro y siniestro. Arrio fue en aquel entonces uno de los contendientes, pues se negaba a equiparar a Cristo con Dios, y luchó por lo que creía. Pero ni su