CAPÍTULO I
LA DIABLESA BLANCA
I
En Florencia, al lado de la Colegiata del Oro de San Miguel, se hallaban las lonjas del gremio de tintoreros.
Tinglados absurdos, almacenes y cobertizos sostenidos por pilares de tosca madera se apoyaban contra las casas, cuyos tejados estaban tan próximos que sólo dejaban ver una estrecha franja de cielo azul. Las calles, incluso en pleno día, resultaban sombrías. A la entrada de las tiendas, colgando de varillas de hierro, se veían muestras de tejidos de lana extranjera, teñida en Florencia. Por el centro de la calle pavimentada de guijarros corría una reguera de un líquido multicolor, procedente de las cubas de tinte. Encima de las puertas de los comercios se veían los escudos de la corporación de tintoreros con las armas de Calimala: un águila de oro, en campo de gules, llevando un fardo de lana blanca.
En uno de estos almacenes se hallaba sentado, rodeado de papeles y libros de contabilidad, maese Cipriano Buonaccorsi, rico mercader florentino y cónsul de la noble corporación de Calimala.
Bajo la fría luz de un día de marzo y entre la humedad que exhalaban los sótanos llenos de mercancías, el anciano tiritaba envuelto en su ropón de piel de ardilla, pelado y raído por los codos.
Se había colocado la pluma de ganso detrás de la oreja y con sus ojos débiles y miopes, a los cuales, sin embargo, no se les escapaba nada, repasaba, negligentemente en apariencia pero en realidad con muchísima atención, las hojas de pergamino de un libro enorme cuyas páginas estaban divididas por columnas verticales y horizontales: a la izquierda el debe, a la derecha el haber. Las mercancías estaban consignadas en caracteres comunes, sin mayúsculas, puntos ni comas, con números romanos y exclusión de cifras árabes, las cuales eran tenidas por una frívola innovación indigna de los libros mercantiles. En la primera página, escrita en grandes caracteres, se podía leer la siguiente frase: «En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen María, este Registro ha sido comenzado en el año mil cuatrocientos noventa y cuatro del nacimiento de Cristo».
Cuando hubo acabado de examinar las últimas partidas y de rectificar cuidadosamente un error en la cuenta de los cargamentos de pimentón de Guinea, de jengibre de La Meca y de los paquetes de canela que había recibido en garantía por entregas de lana, maese Cipriano se recostó en el respaldo de su silla con aire de cansancio, cerró los ojos y se puso a pensar en la carta de negocios que tenía que enviar a su primer viajante, que se encontraba en Francia, en la feria de paños de Montpellier.
Alguien entró en la tienda. El viejo abrió los ojos y vio a su arrendatario, el campesino Grillo, a quien tenía arrendadas las tierras y las viñas de su hacienda de San Gervasio, situada al pie de la montaña, en el valle del Mugnone.
Grillo saludó; llevaba una cesta llena de huevos, cuidadosamente colocados entre capas de paja. De su cinturón pendían dos pollos vivos, con las patas atadas y la cabeza hacia abajo.
–¡Ah, Grillo! –dijo Buonaccorsi con su acostumbrada afabilidad, que era igual para los humildes que para los poderosos–.
¿Cómo te va? Parece que