Porque la naturaleza es todo lo que tenemos y todo lo que somos.
ANNE SVERDRUP-THYGESON
Cuando pienso en cómo nació este libro, me asalta la imagen de J., poniendo la palma de su mano a escasos centímetros de la coronilla de una de mis hijas, entonces un bebé, a quien yo sostenía en brazos.1 Estábamos en un jardín, una soleada tarde de primavera, con otras familias con las que celebrábamos una fiesta cuyo motivo ahora no recuerdo. Tardé en darme cuenta de lo que J. hacía porque yo estaba de lado, en una animada conversación con otro invitado, y no me percaté de su presencia hasta pasado un rato. Tal vez intuí algo raro tras sentir su figura tan quieta y cercana por un tiempo. Le miré con sorpresa y me dijo: «Le estoy haciendoreiki». Dado que mi hija tenía una discapacidad visible, al parecer, él se sintió inspirado para ofrecer su don. A mí, sin embargo, su idea me cayó como una piedra en el pie. Yo dereiki no sabía, ni aún sé, nada, así que no pongo en duda su elección de «tratamiento», pero me pareció muy poco apropiado por el contexto (una fiesta) y el atrevimiento (ni se molestó en consultar). Además, llovía sobre mojado: desde el nacimiento de mi hija, eran muchos los propios y extraños que ofrecían opinión y erudición sobre todo tipo de terapias, pociones y soluciones milagrosas a su discapacidad. Por no hablar de los profesionales sanitarios, que también intervenían, desde la autoridad que les daba su condición oficial, en espacios clínicos, asépticos y a veces incluso hostiles. Algunos de esos consejos/órdenes eran contradictorios entre sí, otros se basaban en experiencias personales de terceros que poco tenían que ver con la mía. Y aún otros se metían en cuestiones más íntimas, como mi estilo de crianza. Era un batiburrillo ruidoso y confuso que resultaba difícil de digerir. No me cabe duda de que en general los movía su mejor intención, tanto personal como profesional, por lo cual les estoy aún hoy enormemente agradecida. Pero en aquel momento no podía quitarme la sensación de ser una peonza, girando a toda velocidad para no caer, pero cuya trayectoria estaba en manos de otros. Ya no sabía si era madre, educadora, terapeuta o qué. Me faltaba criterio, conocimiento y serenidad para tomar decisiones de gran calado. Sentía, en fin, que no tenía ningún control sobre el devenir de mi hija.
Entendí entonces que debía tomar las riendas, sacar lo mejor de mí, por poco que eso fuese. Rebuscar en mis fortalezas en vez de lamentar mis carencias y debilidades. Aproveché, pues, mi formación científica, por un lado, y mi tozudez, por otro, para estudiar esos consejos de uno en uno, con cierta dedicación. Descarté muchos, probé unos cuantos, me quedé con unos pocos. A pesar de ello, aún sentía que faltaba una pieza en el rompecabezas, hasta que me di cuenta de cuál era el refugio al que yo misma había recurrido en otros momentos de zozobra vital: la naturaleza. Supe entonces que acudir a ella me ayudaría a recuperar la sensación de control, por un lado, y a ofrecer un contexto más amable a los actos terapéuticos tan necesarios para mi hija, por otro. Este libro es fruto de esa búsqueda de lo que nos podía y puede ofrecer, ya sea tomando sus elementos por separado o de forma integrada, como veremos. Por suerte o por desgracia, conozco muchos de los ejemplos que aquí expongo de primera mano, otros de leídas y aún otros solo de oídas. Pero me consuelo con una idea que robo a Florence Williams: «podemos no tener amor, risas o música, pero siempre tendremos a la naturaleza».
Independientemente de la situación o motivación de cada cual, la necesitamos sin duda. El ser humano, como especie, ha estado desde siempre unida a ella. Nuestro cuerpo, nuestro cerebro, nuestra fisiología están perfectamente sincronizados con sus ritmos, nos beneficiamos de los bienes y servicios que nos da. Cuando nos forzamos a estar en a