Prefacio
Cada niño, cada niña, tiene un temperamento único. Sabemos que los progenitores no se inventan nada cuando dicen cosas como «Mi hijo es un bebé muy fácil» o «La niña es más inquieta de lo que fue su hermano». Obviamente, estos niños y niñas se convertirán en personas adultas conservando su temperamento, pero, cuando nos enfrentamos a un paciente adulto, nos puede resultar bastante más difícil saber qué es innato en su temperamento y qué es aprendido. Sabemos que los rasgos básicos siguen estando ahí y que hay que tenerlos en cuenta en tanto en cuanto son un sustrato invariable de nuestros pacientes, pero ¿de qué modo podríamos ayudarles a mantener una buena relación con su constitución genética, sobre todo cuando esto significa ser una persona altamente sensible?
La alta sensibilidad, tal como la he definido en mis investigaciones (Aron y Aron, 1997), se encuentra en alrededor del 20 % de la población (Kagan, 1994; Suomi, 1991, en su estudio sobre primates), de modo que seguro que tienes amigos, amigas o familiares altamente sensibles, así como un elevado porcentaje de tus pacientes. Estas personas captan fácilmente los detalles sutiles y se ven más afectadas que los demás ante elevados niveles de estimulación, como ruidos fuertes, lugares bulliciosos, temperaturas extremas o un largo día de visitas turísticas. Son personas que muestran intensas respuestas emocionales y que necesitan más tiempo de reposo, y son normalmente reflexivas y observadoras. En torno al 70 % de ellas son introvertidas y, aunque en ciertos aspectos pueden parecer más vulnerables, se las ingenian no obstante para abrirse camino en la vida. (Para obtener una imagen más clara del rasgo,véase el Apéndice A, la Escala de la Persona Altamente Sensible [PAS]).
¿Por qué un nuevo rasgo a estas alturas?
Este rasgo no es nuevo, evidentemente, pues se encuentra tanto en seres humanos como en animales (Sih y Bell, 2008; Suomi, 1991; Wilson, Coleman, Clark y Biederman, 1993; Wolf, van Doorn y Weissing, 2008), de modo que está dando vueltas por ahí desde hace mucho tiempo. Se le ha denominado de diversas maneras, dependiendo de cual sea el enfoque de la investigación en la cual se haya estudiado; por ejemplo, en la infancia, se le ha denominado «umbral sensorial bajo» (Chess y Thomas, 1987); «tardo para entrar en calor» (Thomas, Chess y Birch, 1968); «negatividad afectiva» (Marshall y Fox, 2005); «inhibición» (Kagan, 1994); «susceptibilidad diferencial» tanto para entornos positivos como negativos (Belsky, Bakermans-Kranenburgh y Van Ijzendoorn, 2007); «reactividad psicobiológica» (Boyceet al., 1995; Gannon, Banks y Shelton, 1989); y «sensibilidad biológica al contexto» (Boyce y Ellis, 2005). Sin embargo, el término «sensibilidad» es algo así como un paraguas que refleja en gran medida la subyacente estrategia innata de supervivencia que se oculta detrás de este rasgo, una tendencia que se encuentra tanto en el sistema inmunológico como en el sistema nervioso central, y no sólo en los seres humanos, sino también en más de 100 especies animales (Wolfet al., 2008), desde las moscas de la fruta hasta los peces, los caninos y los monos Rhesus. Se trata de una estrategia que le permite al individuo procesar a fondo la información antes de responder.
¿Qué relación guarda este rasgo con la psicoterapia?
Aunque este rasgo se encuentra en el 20 % de la población, su ocurrencia se eleva hasta casi un 50 % entre los pacientes de la mayoría de prácticas profesionales de psicoterapia. Las personas que muestran este rasgo han tenido, normalmente, una infancia problemática, lo cual las hace más proclives a la depresión, la ansiedad y la timidez que las personas no sensibles, aunque aquéllas que han tenido una buena infancia no exhiben más este tipo de problemas que las personas no sensibles (Aron, Aron y Davies, 2005; Liss, Timmel, Baxley y Killingsworth, 2005). De hecho, existen evidencias considerables que indican que los niños y las niñas sensibles se benefician más que los demás de una buena infancia (para revisiones de esta cada vez más abundante literatura véase Belskyet al., 2009; Boyce y Ellis, 2005). Ésta es una de las muchas razones que nos deberían hacer en