: Italo Calvino
: Todas las cosmicómicas
: Ediciones Siruela
: 9788410183087
: Biblioteca Italo Calvino
: 1
: CHF 10.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 404
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
«[...] Yo quisiera servirme del dato científico como de una carga propulsora para salir de los hábitos de la imaginación y vivir incluso lo cotidiano en los confines más extremos de nuestra experiencia; en cambio me parece que la ficción científica tiende a acercar lo que está lejos, lo que es difícil de imaginar, y que tiende a darle una dimensión realista». Italo Calvino En este volumen se reúnen todas las cosmicómicas, relatos en los que su autor asumió el divertido deber de aligerar los arduos conceptos de la ciencia contemporánea, y creó así un género más próximo a los mitos cosmogónicos que a la ciencia ficción. Según sus propias palabras: «Muchos críticos han definido estos cuentos míos como un nuevo tipo de ficción científica. Ahora bien, yo no tengo nada en contra de la science fiction, de la que soy -como todos- un apasionado y divertido lector, pero me parece que los cuentos de ficción científica están construidos con un método completamente diferente del de los míos. La primera diferencia, observada por varios críticos, es que la science fiction trata del futuro, mientras que cada uno de mis cuentos se remonta a un pasado remoto, como si remedara un 'mito de los orígenes'».

Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio. Con la lúcida mirada que le convirtió en uno de los escritores más destacados del siglo XX, Calvino indaga en el presente a través de sus propias experiencias en la Resistencia, en la posguerra o desde una observación incisiva del mundo contemporáneo; trata el pasado como una genealogía fabulada del hombre actual y convierte en espacios narrativos la literatura, la ciencia y la utopía.


La distancia de la Luna


Hubo un tiempo, según sir George H. Darwin, en que la Luna estaba muy próxima a la Tierra. Fueron las mareas las que poco a poco la empujaron lejos: las mareas que la Luna provoca en las aguas terrestres y en las que la Tierra pierde energía lentamente.

¡Yo lo sé! —exclamó el viejo Qfwfq—. Vosotros no podéis recordarlo pero yo sí. La teníamos siempre encima. La Luna desmesurada: cuando era plenilunio —noches claras como de día pero de una luz color mantequilla—, parecía como si nos aplastase; cuando era luna nueva rodaba por el cielo como una negra sombrilla llevada por el viento; y cuando era luna creciente se adelantaba con los cuernos tan bajos que parecía que iba a clavarse en la cresta de un promontorio y quedarse anclada allí. Pero todo el mecanismo de las fases era muy distinto al de hoy: debido a que las distancias desde el Sol eran distintas, y las órbitas, y la inclinación ya no recuerdo de qué; si hablamos de eclipses, con la Tierra y la Luna tan pegadas, los había a cada momento: imaginémonos si aquellos dos animalotes no encontraban el modo de hacerse sombra continua y recíprocamente.

¿La órbita? Elíptica, por supuesto, elíptica: a veces nos aplastaba y a veces alzaba el vuelo. Cuando la luna se hallaba más baja, las mareas subían hasta el punto de que nadie las podía sujetar. Había noches de luna llena baja baja y de marea alta alta que si la Luna no se bañaba en el mar era por un pelo, digamos unos pocos metros. ¿Que si no intentamos nunca subirnos a ella? ¿Cómo no? Bastaba con ir justo debajo de ella en barca, apoyar en ella una escala de mano y subir.

El punto en que la Luna pasaba más baja era frente a los Escollos de Zinc. Íbamos en aquellas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y planas, de corcho. En ellas cabíamos bastantes: el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces también la pequeña Xlthlx, que entonces tendría unos doce años, y yo. En aquellas noches calmísimas el agua era tan plateada que parecía mercurio, y los peces, dentro, violeta, que al no poder resistir la atracción de la Luna salían todos a flote, así como pulpos y medusas color azafrán. Siempre había un vuelo de bichos menudísimos —pequeños cangrejos, calamares y también algas ligeras y diáfanas y plantitas de coral— que se desprendían del mar y acababan en la Luna, colgando boca abajo de aquel techo color cal, o se quedaban a media altura en un enjambre fosforescente que alejábamos agitando hojas de platanero.

Nuestro trabajo era el siguiente. En la barca llevábamos una escala de mano: uno la sujetaba, otro subía hasta su extremo y, otro, en los remos, mientras tanto empujaba hasta allí, debajo de la Luna; para esto era necesario que fuésemos muchos (solo he nombrado a los principales). El que estaba en la cima de la escala, en cuanto la barca se acercaba a la Luna, gritaba asustado: «¡Alto! ¡Alto! ¡Que me voy a dar un coscorrón!». Esa era la impresión que daba al vérsela encima tan inmensa, tan accidentada de punzones cortantes y bordes mellados y aserrados. Ahora a lo mejor es distinto, pero entonces la Luna, o mejor su fondo, el vientre de la Luna, resumiendo, la parte que pasaba más próxima a la Tierra hasta casi deslizarse por encima de ella, estaba cubierta por una costra de esquirlas puntiagudas. Se iba asemejando al vientre de un pez, y su mismo olor, por lo que recuerdo, era si no precisamente de pescado, apenas algo más tenue, como salmón ahumado.

En realidad, en la cima de la escala se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, en equilibrio en el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se estuviera alejando); a lo único que había que estar muy atentos era a cómo se ponían las manos. Elegía una esquirla que pareciera firme (teníamos que subir todos por turno en grupos de cinco o seis), me agarraba con una mano, luego con la otra e inmediatamente notaba que la escala y la barca se escapaban debajo de mí y el movimiento de la Luna me arrancaba de la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, te dabas cuenta en el momento de paso entre la una y la otra: había que lanzarse hacia arriba de un salto, en una especie de cabriola, agarrarse a las esquirlas, levantar las piernas, para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde