Pensar el futuro
Ramón Ramos Torre
Catedrático Emérito de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid
Hace casi 5.000 años, Gilgamesh, rey de Uruk, en Sumeria, emprende un peligroso viaje para hacerse con la planta milagrosa de la eterna juventud. Luchaba contra el tiempo que nos devora y quería asegurar un futuro esquivo. El poema que narra sus aventuras nos cuenta que no consiguió plenamente su objetivo y que al final no hizo sino irritar a los dioses.
Dos mil años más tarde, Edipo,tyrannos de Tebas, utilizando una fina inteligencia que resolvía enigmas, intenta sortear un futuro que amenaza con convertirlo en incestuoso y parricida. Todo lo que hace para eludirlo se vuelve en su contra y ayuda al cumplimiento de lo inevitable. Al final, el destino se cumple y sus juegos con el futuro resultan una muestra más de la ironía trágica que domina el tiempo de los humanos.
El 12 de julio de 1789, el duque de La Rochefoucauld despacha con Luis XVI, rey de Francia, sobre los acontecimientos ocurridos en París. «¿Es una revuelta?», pregunta el rey. «No, sire, es una revolución», le contesta el duque. El futuro muestra así su radical apertura, su creatividad, la insensatez de pensarlo como una prolongación o repetición del pasado, tal como enseñaba la tradición en la que habían sido educados los poderosos de la época.
No sigo enumerando casos que podrían tenernos entretenidos un largo tiempo. Si me interesan y vienen a cuento, es porque muestran que el cometido que aquí nos fijamos, pensar el futuro, constituye algo universal. Es verdad: los humanos nos hemos visto siempre abocados a pensar el futuro. Pero precisemos y dejémoslo claro desde el principio: el futuro que estaba en la mente de los sumerios de hace 5.000 años, o el futuro del héroe de la tragedia de Sófocles representada en Atenas hace 2.500 años, o el futuro al que se enfrentaban el rey y su aristocrático consejero en julio de 1789..., todos esos futuros difieren en su semántica y su pragmática básicas, es decir: en lo que significan y en lo que se puede o debe hacer en relación con cada uno de ellos; y también difieren del futuro que hemos de pensar en la actualidad. El futuro ha ido variando, tiene una historia propia y, como veremos, hay que pensarlo como plural y, además, sometido a fuertes disputas. Por lo tanto, más que pensar el futuro, hay que proponerse pensarlos futuros y analizar cómo difieren y se enfrentan entre sí.
La «enfermedad del tiempo»
Pongámonos a la tarea. No creo que podamos dar con resultados de interés si no atendemos desde el principio a la coyuntura en que emprendemos el trabajo. Y esa coyuntura es, por decirlo de forma expresiva, la dela resaca del síndrome posmoderno que hemos estado sufriendo en los últimos 30 años. Como resaca, se trata de una situación que une la recuperación, unas molestias persistentes y el asombro ante los excesos vividos. Como síndrome posmoderno, se trata de un conjunto de síntomas, con orígenes y características diferentes que tienen un punto de coincidencia. ¿Cuál? Llevándolo todo a un rasgo común, me atrevo a señalar lo siguiente: apuntan a un peculiarmalestar temporal o incluso a unaenfermedad del tiempo, propia de la época. Esa enfermedad se materializa en tres manifestaciones: por un lado, una supuestaatemporalización del mundo social; por otro, una disolución del futuro a favor de unpresentismo radical; y, por último, una tendencia a sustituir el tiempo en ruinas por elespacio y laespacialización.
Esto diagnosticaron algunos pensadores decisivos de finales del sigloxx, pero sobre todo la tribu que más me interesa, pues formo parte de ella; me refiero al colectivo que integran los científicos sociales y, más específicamente, los sociólogos. Ya sea en términos de celebración, ya en términos de crítica y lamento, una parte importante de ese colectivo ha dedicado su atención a realizar un diagnóstico de época centrado en lo que es sensato denominar síndrome posmoderno, pues la referencia, explícita o implícita, a la posmodernidad constituye su espacio de encuentro y acuerdo.
¿A qué me estoy refiriendo? Seré muy sintético. En toda una corriente de estudios que han centrado su atención en la emergencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, pero también en otras aproximaciones que han enfatizado los últimos avatares del capitalismo globalizado y progresivamente financierizado, o han desvelado la dinámica propia de una sociedad en red y dominada por la aceleración (o la velocidad)...; en todas esas corrientes y en otras semejantes, el mantra repetido hasta la saciedad es que el tiempo que ordena y mide se ha hecho migajas, las secuencias ordenadoras han caído en la ruina y todo se desplaza hacia una simultaneidad inasimilable. Habríamos caído en un paradójico tiempoatemporal, sin antes ni después, sin ordenación de comienzos y finales, sin asignación de secuencias normativas a lo que ocurre, sin etapas, sin plazos creíbles; un tiempo libre de relojes y calendarios, lo que permite que todo pued