El poeta americano
El 11 de marzo de 1971, Jim Morrison, líder de los Doors, llegó a París abandonando los Estados Unidos y perseguido por sus problemas con la justicia tras un concierto en Miami por el que se le acusó de exposición indecente, blasfemia, comportamiento lascivo y embriaguez pública.
Nada más llegar, se encaprichó del restaurante Le Beautreillis, situado enfrente del apartamento que había alquilado. Le Beautreillis olía a café, tabaco y excelente comida casera, y era propiedad de una pareja de amables ancianos con una vida llena de anécdotas que fascinaban a Morrison. Ellos, que habían dado de comer a Georges Brassens y Charles Aznavour, llamaban a Jimle poète américain, por la libreta con poesía que acompañaba sus platos, y lo conocían como James, que es como se presentó ante la veterana pareja. Buscaba no ser reconocido por los comensales, algo que logró la mayoría de las veces y supuso todo un respiro para su agotado estado de ánimo y también para su creatividad, todavía febril, aunque no demasiado productiva.
En aquellos restaurantes, barras de bares o terrazas de cafés, Morrison no solo no era reconocido y observado, sino que, por fin, podía volver a contemplar a la gente, a los extraños, como lo había hecho muy pocos años atrás, en California, en la cafetería de la universidad, los bares, el autobús o la playa. Mientras zampaba una excelente carne a la brasa, buen foie gras o caracoles, su plato preferido, y observaba a los parlanchines parisinos y a los turistas de todo el mundo, Jim era capaz de beberse dos botellas de vino blanco en apenas dos horas.
Los excesos con el alcohol habían alterado gravemente su salud y su fisonomía. La cara de Morrison, hinchada, parecía un pan de pueblo o la luna de Méliès. Además, se había afeitado su abandonada y poblada barba, relacionada con las fotos de sus escándalos, fotos difundidas en infinidad de publicaciones sensacionalistas y también conservadoras por lo que Morrison significaba. Ya no quedaba ni rastro de su juvenil y pasmosa hermosura. Su rizada cabellera ahora era pajosa, horrible. Solo cuatro años atrás, esa melena, entonces de vivo color castaño, se había convertido en icono del rock por el joven fotógrafo Joel Brodsky, autor de una sesión de fotos que le cambió la vida y le sirvió de carta de presentación para el mercado discográfico, en el que acabó creando portadas para Van Morrison, The Stooges o Isaac Hayes.
A esa legendaria sesión, Brodsky la llamó «Joven León» por aquella fabulosa pelambrera de Morrison y su fiera mirada. Y a la foto más famosa de la sesión la tituló, casualidad, «El poeta americano». Era una instantánea en la que abría los brazos cuan nuevo Jesucristo, crucifixión metafórica y sexi que contrastaba con la crucifixión mediática y judicial que Morrison sufriría pocos años después. En aquella instantánea, Jim mostraba su torso desnudo, un pecho de piel blanca con pecas casi imperceptibles que adornó con un fino collar indio. Aparecía muy delgado, con poco vello corporal en pecho y axilas y marcando mucho las costillas. El joven león miraba con sus tentadores ojos azules al objetivo de Brodsky y lo hacía muy serio y consciente de su rabiosa belleza, de rostro anguloso, proporcionado, sencillamente perfecto.
Pero en el estudio fotográfico de Brodsky aquel semidios de la foto se comportaba como un vulgar rufián recién salido de una bodega a altas horas de la madrugada. Jim llegó borracho, pero su cogorza no era agresiva, sino callada, la de un delgaducho y tímido chaval que necesita beber para convertirse en el firme, seguro y provocador personaje con el que le gustaba jugar y escandalizar. El personaje con el que conspiró para hacer una revolución. «Queremos el mundo y lo queremos ahora». Se hizo todo lo necesario, entre otras cosas acabar legal y socialmente con James Douglas Morrison, para que no lo consiguieran, mientras en Vietnam seguían asand