Dos pandilleros armados de sendas pistolas habían asaltado a un chofer de alquiler en las arterias Escobar y San Miguel; una riña pública protagonizada en un bar de esquina de la calle Belascoaín dejaba un saldo de cuatro heridos, incluido el dueño del establecimiento, y varios detenidos; la deflagración de una cocina de luz brillante en una ciudadela de la calzada Reina provocó quemaduras a varias personas y la estampida tumultuaria de los vecinos; dos prostitutas resultaron heridas por arma blanca cuando un proxeneta las atacó por interceder en la paliza que le propinaba a su consorte, en el barrio Pajarito…
Sí. Aquellas incidencias no le habían permitido un tiempo mínimo para sentarse a almorzar. Ya eran casi las 4:00 de la tarde de aquel día de los inicios del año 1959 cuando el capitán José Zúñiga reparó en ello y sintió hambre. Miró a través de la ventana del despacho en la Unidad de policía bajo su mando, y vio situado en la acera de enfrente a un hombre con un gorro de cocinero que preparaba emparedados, hamburguesas y frituras en su carrito ambulante. Se puso de pie, tomó la gorra en una mano, la colocó en la cabeza y cruzó la calle.
Pidió le prepararan un chisbergue con suficiente queso, bien derretido sobre la bola de carne colocada entre dos tapas de pan crujiente; concatsup y pepinillos. Esos vendedores ambulantes eran en ocasiones más duchos en sus peripecias culinarias que muchos profesionales de la hotelería. Los alimentos ligeros que preparaban eran más sabrosos y, en dependencia de la categoría del establecimiento, varias veces más baratos.
El hombre era hablador, quizá una habilidad para atrapar clientela. El tema de su discurso interesó al capitán, quien por primera vez desde su llegada para realizar el pedido reparó en la cara de su interlocutor. Le pareció conocida.
—A usted lo conozco de algún lugar —le dijo.
—De aquí no es —contestó el fritero—. Hoy me aventuro por primera vez en la zona. Tal vez sea de otro sitio.
—Pudiera ser de la guerra. ¿Participó usted?
El hombre levantó la vista de la plancha donde cocía la carne molida y respondió:
—Bueno, sí... En la guerra sí, en cierto modo. Pero en el bando contrario a usted, capitán. Fui soldado del pasado ejército. Yo era de la guarnición del Palacio Presidencial. Por cierto, cuando el ataque de los estudiantes el 13 de marzo, me encontré con uno de ellos frente a frente, a la misma distancia en la que ahora estamos usted y yo. Pero el maldito fue más rápido. Mire lo que me hizo… ¡Por poco me mata!
El individuo se despojó de su gorro de cocinero y bajó la cabeza señalando un feo surco suturado que le dividía en dos el cuero cabelludo, desde su nacimiento sobre la frente hasta la mitad del cráneo.
—Suerte que no me alcanzó la masa encefálica —agregó—. Si hubiera sido así, a esta hora no estaría haciéndole el cuento.
El capitán Zúñiga quedó paralizado, y guardó silencio. El hombre lo miró e