Prólogo
De la conversación se ha dicho que es un arte. Y uno se siente tentado a creer que sí lo es, pues ese hilvanar ideas, seguir el hilo de los pensamientos propios y aun de los ajenos, o saltar con riesgos de equilibrista de un tema al otro, bifurcación que es como la vida misma, es un asunto bien complejo. Se debe escuchar y casi al instante reaccionar, bien con palabras, gestos o inflexiones de la voz, habilidades que aunque muy cotidianas devienen todo un desafío para los estudiosos de la comunicación.
Se dice también que es un arte eminentemente femenino, idea de la que discrepo, pues soy enemiga de los esencialismos, de esa reducción tanto de lo masculino como de lo femenino a un repertorio de etiquetas, habida cuenta, además, de que existen hombres parlanchines y mujeres muy calladas. Sí es innegable que hoy en día, bajo el imperio de nuevos dispositivos, en vez de conversar, chateamos otexteamos, neologismos un poco desconcertantes que implican un tipo de roce diferente, sucedáneos de la charla animosa, pues si bien un chat permite acortar distancias —tanto como lo hizo en su momento el teléfono— nunca es igual a esa activación de los sentidos que implica la conversación en vivo.
La entrevista de prensa, forma peculiar de la conversación, entraña otros desafíos. Los teóricos aseguran que cuando surgió en tanto género, se asumió como un aporte a esasensación de verismo tan cara a los periódicos de todas las épocas, sobre todo, en las postrimerías del sigloxix, momento de una verdadera revolución en la idea misma de lo periodístico. Leer unainterview—al ser una práctica importada desde el periodismo anglosajón demoró un poco, al igual quereporter, en tener su equivalente en español—, leer unainterview, decía, era como ver al personaje. Curioso sería rastrear en la prensa de finales del sigloxixlas declaraciones explícitas de que una necesidad eminentemente informativa obligaba a “uno de losreporters” a realizarle unainterviewa alguien, como mismo sería muy revelador apreciar el uso de las preguntas explícitas, con sus respuestas supuestamente textuales, en tanto garantes de una mayor verosimilitud.
Pero ya no estamos en esa época ni es este un libro sobre la historia de la prensa. Ya la entrevista está plenamente constituida en tanto género, se usa —y abusa de ella— y hasta se le llama así a la simple toma de declaraciones. Pero eso tampoco es asunto para estas páginas, muy del sigloxxi, que muestran cómo el género, siempre fecundo, puede contener toda la gracia y sabrosura de la buena conversación. Es cierto que es el remedo de la charla que en algún momento se sostuvo, que transcribir —solo quien lo ha hecho lo sabe— obliga, aun en el más locuaz y correcto de los hablantes, a una labor de poda que reconvierte lo dicho, pues solo así se logra la legibilidad. Sí, porque sin las inflexiones de la voz, los gestos enfáticos y hasta las sonrisas, lo que queda casi siempre es una masa informe que muchas veces desconcierta al propio entrevistador. Y este debe, con paciencia y mucho amor, apropiarse de esas que no son sus palabras pero que es como si lo fueran, para desbrozarlas, acomodarlas, podarlas… Hacer lo que un jardinero. O lo que un traductor: llevar de un código, el de la lengua hablada, al del texto escrito.
Si lo hace bien el entrevistado se verá a sí mismo allí, en ese texto que es y no es suyo, y el lector creerá que frente a él se han descorrido los velos que le permiten atisbar,entrever, al otro. Ese es el sentido que más me gusta para la entrevista: esa suerte de juego propiciatorio, como si de pronto los lectores fuéramos fisgones de esa charla amena donde una de las partes propone el temario.
Eso son, precisamente, estas entrevistas realizadas por María Grant. Y uno, aun sin haberla leído (fue mi caso) puede suponerlo, pues es una excelente anfitriona