: Alberto Guerra Naranjo
: Miserias del reloj
: RUTH
: 9789591113382
: 1
: CHF 4.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 112
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
El tiempo, que daña o reconcilia, dilata las experiencias que centran estos cuentos: miserias del reloj, o de quienes, seres humanos al fin, no logran más que sentirse a merced de la vida, en su goce o padecer. Cada elección de estos personajes, que expresan, además, la posibilidad de que seamos cualquiera de nosotros, conduce a un final del que el autor nos brinda atisbos y claves con maestría.

Alberto Guerra Naranjo (La Habana, 1963). Licenciado en Historia y Ciencias Sociales. Escritor, guionista, profesor y promotor cultural. Cuatro de sus cuentos han sido versionados al audiovisual y varios de ellos aparecen en revistas y antologías, junto a los de Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Nabokov y Tarkovsky. Ha sido traducido al inglés, francés, alemán, italiano, finés, portugués, checo, croata y chino mandarín. Tiene publicados los libros de cuentos Disparos en el aula (Extramuros, 1992), Aporías de la feria (Extramuros, 1994), Blasfemia del escriba (Letras Cubanas, 2000 y 2002), Comtatto cubano (Kitabu, Brasil, 20013), Rapsodia para los amantes del segundo piso (Prosa, Argentina, 2015). Con el cuento «Miserias del reloj», obtuvo segundo premio del III Certamen de Relatos Cortos sobre Discapacidad (Valladolid, España, 2018), y con «El pianista del cine mudo» el Premio Internacional de Relatos Cortos José Nogales (España, 2018). Ha obtenido, además, Premio de Cuento La Gaceta de Cuba (1997, 1999) y Razón de Ser (2000). Tiene publicada la novela La soledad del tiempo (Unión, 2009, 2018; Guantanamera, España, 2018; Croacia, 2019).

Siete variaciones y un tema convencional


Uno


El reportero Velázquez estaba muerto de sueño. La noche anterior la había pasado con un par de putas. Ahora, su vida era un bostezo interminable. Bajó del taxi con la mano en la boca, pidió al chofer que lo esperara, y en la calle, sobre un charco de sangre, advirtió el cadáver. Antes de tomar las fotos de rigor, saludó al capitán, miró a los policías, a sus ametralladoras Thompson acabadas de usar, sacó un lápiz, una agenda y anotó:

Eladio Delgado.

Periodista.

Enfrentamiento.

Patrullas.

Capitán.

Velázquez guardó sus apuntes, volvió a bostezar, esas putas me dejaron muerto, se dijo, tomó la cámara y le pidió permiso al capitán. Después de un fuego cruzado, inexplicable, desigual, ya se podían tomar ciertas fotos. Había un charco de sangre, olor a mierda, casquillos de balas, orificios en el cuerpo, orificios en los muros de la residencia, policías con ametralladoras Thompson cerca de las patrullas, otros periodistas que llegaban, algún curioso y cierto comentario.

Velázquez preparó la cámara. En la primera foto incluyó a las patrullas y a los policías; la segunda la dedicó al cuerpo agujereado; la tercera la detuvo en el rostro. Eladio Delgado, cará, estos cabrones te echaron balas hasta por gusto, se dijo. Entonces, guiado por su experiencia en la crónica roja, fue hasta su maletín, sacó un periódico, volvió a donde estaba el cadáver, bostezó una vez más, contuvo la respiración, se vio los zapatos de dos tonos embarrados de sangre, maldijo, abrió la hoja con cierto cuidado, se inclinó y le cubrió el rostro.

—La juventud está perdida —dijo, ladeando la cabeza.

—Perdida es mierda, Velázquez —dijo el capitán.

—El tipo no era mal periodista. Eso es lo triste.

—Ya usted lo dijo, Velázquez, «no era mal periodista».—Elcapitán se echó la gorra hacia atrás, luego enseñó los dientes—.Estos tipos no son como usted; se creen dueños del mundo, precisamente porque son periodistas. Lo cuestionan todo, lo critican todo. Eladio Delgado jodía mucho, él solito se lo buscó.

—¿Sabe una cosa, capitán? —el reportero, antes de acercarse, advirtió que la Thompson apuntaba hacia abajo.

—¿Qué, Velázquez?

—Eladio no era un comemierda. No me explico por qué viró a batirse con ustedes. Ya había entrado en la residencia. Saltando el muro de atrás ganaba la otra calle sin problemas.

—Eso mismo digo yo, Velázquez. Pudo escapar sin problemas, nosotros no sabíamos dónde estaba.

—Estos tipos a veces son románticos, capitán.

—Comemierda es lo que son, Velázquez. Arriba, muchachos, que nos vamos.

Los policías obedecieron la orden, las tres patrullas encendieron sus motores, y el reportero Velázquez, a punto del bostezo otra vez, recordó al par de putas de la noche anterior, y vio perderse las