I
El camino, en toda su longitud, estaba obstruido por montículos de barriles, pirámides de cajas, rimeros de balas de cañón, piezas de artillería, cuerdas enroscadas, sacos apiñados y otros utensilios del alijo. Recuerdo que en el grupo de norteamericanos que rodeaba al general Jordan había un joven de rostro aguileño, ojos azules y cabello rubio, que durante la Guerra de Secesión había desertado de su hogar y sentado plaza de tambor, y que venía como ordenanza del general. Aquel jovenzuelo, verdadero aguilucho del Norte, sería más tarde águila reina, uniría su nombre al de los más austeros paladines de la causa cubana, por la cual sucumbió gloriosamente. Era Henry M. Reeve. Recuerdo a un húngaro cuyo nombre he olvidado y cuyo fin no me fue dable averiguar, y a un polaco, Estanislao Melowicht, que murió años después en el ataque de Barajagua. El insigne mexicano Benito Juárez nos enviaba dos veteranos de la épica contienda que sostuvo contra el macabro y romántico imperio de Maximiliano, a Gabriel González, hombre de gran corazón, y al capitán Pérez, que tenía una pierna de palo, que no le quitaba impavidez en el combate ni humor para el chiste en todas las circunstancias. Entre los médicos recuerdo a Antonio Luaces, distinguido camagüeyano con aspecto de diplomático inglés, a Sebastián Amábile, que sería una de las primeras víctimas, y a Miguel Párraga; y entre los ingenieros