: Manuel de la Cruz
: Episodios de la Revolución Cubana
: RUTH
: 9789590624131
: 1
: CHF 5.40
:
: Regional- und Ländergeschichte
: Spanish
: 153
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Un texto como este va más allá de narrar simplemente episodios de la historia de Cuba. El valor de sus hombres, la dignidad, la vergüenza, el honor por encima de todas las cosas y el amor como el más puro de los sentimientos están presentes en cada relato que llega de la mano de su autor. Cual historia novelada se cuentan los hechos, en medio de la lucha por la libertad de Cuba, y donde aparecen nombres como Ignacio Agramonte, Henry Reeve o Julio y Manuel Sanguily, entre muchos otros. La lectura de la historia se convierte entonces en un paseo por vivencias personales, y un verdadero placer al que invitamos al lector.

Manuel de la Cruz (La Habana, 1861-Nueva York, 1896). Muy joven aún inició su labor como narrador y periodista. Ideológicamente evolucionó del autonomismo al independentismo. Desde Cuba fue colaborador de José Martí, bajo cuya orientación realizó diversas tareas en la fase de preparación para la 'guerra necesaria'. Iniciada esta, marchó al exilio y se estableció en Nueva York, donde trabajó como secretario de la Delegación del Partido Revolucionario Cubano y colaboró en Patria. Entre sus libros se cuentan Tres caracteres. Bocetos biográficos cubanos (1889), Episodios de la revolución cubana (1890) y Cromitos cubanos. Bocetos de autores hispanoamericanos (1892). Siete volúmenes conforman la edición póstuma de sus Obras (1924-1926). Es considerado uno de los principales exponentes de la renovación de la prosa literaria cubana de finales del siglo xix bajo los presupuestos ideoestéticos del modernismo.

NARRACIÓN DE UN EXPEDICIONARIO


I

Estábamos en la península del Ramón, enarcado brazo de tierra cuyo contorno exterior lamen las olas del puerto de Banes, mientras el interior es arrullado por las aguas de la inmensa y majestuosa bahía de Nipe. En la playa, riscosa y cubierta de mangles que azota espumante el bravío mar del Norte, rodeado de su Estado Mayor y de un grupo de norteamericanos, hallábase el general Thomas Jordan, el veterano guerrero sudista, que acaso madrugó para venir a defender con su espada la causa cubana. Avanzando tierra adentro por un camino que es como el eje de la península, a doscientos metros del cantil, en la meseta de un cerro que corona un bohío, se había instalado el coronel Bobadilla con un puñado de expedicionarios. En la orilla opuesta del camino hay otra altura desde cuya cúspide se otea el piélago de zafiro de la bahía y sus selváticos contornos, y en donde, apenas pusimos pie en tierra, se instaló el primer cuerpo de guardia. Siguiendo la ladera sur de esta altura, y a la margen derecha del camino, en un terreno sinuoso y hondo, elévase un vasto cocal; a cien metros de los últimos cocoteros, en una casa de manipostería edificada como remate de una eminencia a guisa de castillo roquero, se habían acuartelado muchos expedicionarios al mando de Cristóbal Acosta, y más hacia lo interior, como puesto avanzado, en un casarón de guano, se hallaban los Rifleros de la Libertad al mando del canario Manuel Suárez. Frente al casarón, del otro lado del camino, limitado en lontananza por el río Tacajó, dilatábase quebrado terreno de desmonte, en forma de rectángulo, cuyas líneas eran hileras de gigantescas palmas reales tiradas a cordel, y que vistas de frente parecían paredones de piedra marmórea, jaspeada de gris por la intemperie, semejando sus penachos festones de parásitas. Al término del palmar se divisaba el brocal de un pozo. A uno y otro lado del camino que unía la playa con el puesto avanzado, entre los prominentes sitios que hemos destacado en la descripción, y exceptuando el terreno ocupado por el cocal, en todo el suelo de la península crecía la vegetación con exuberancia y proporciones de selva, intrincada, lujuriosa, orillada en ambos lados por una triple cadena de mangles, arrecifes y blondas de espumas.


El camino, en toda su longitud, estaba obstruido por montículos de barriles, pirámides de cajas, rimeros de balas de cañón, piezas de artillería, cuerdas enroscadas, sacos apiñados y otros utensilios del alijo. Recuerdo que en el grupo de norteamericanos que rodeaba al general Jordan había un joven de rostro aguileño, ojos azules y cabello rubio, que durante la Guerra de Secesión había desertado de su hogar y sentado plaza de tambor, y que venía como ordenanza del general. Aquel jovenzuelo, verdadero aguilucho del Norte, sería más tarde águila reina, uniría su nombre al de los más austeros paladines de la causa cubana, por la cual sucumbió gloriosamente. Era Henry M. Reeve. Recuerdo a un húngaro cuyo nombre he olvidado y cuyo fin no me fue dable averiguar, y a un polaco, Estanislao Melowicht, que murió años después en el ataque de Barajagua. El insigne mexicano Benito Juárez nos enviaba dos veteranos de la épica contienda que sostuvo contra el macabro y romántico imperio de Maximiliano, a Gabriel González, hombre de gran corazón, y al capitán Pérez, que tenía una pierna de palo, que no le quitaba impavidez en el combate ni humor para el chiste en todas las circunstancias. Entre los médicos recuerdo a Antonio Luaces, distinguido camagüeyano con aspecto de diplomático inglés, a Sebastián Amábile, que sería una de las primeras víctimas, y a Miguel Párraga; y entre los ingenieros