¿Sabes qué hice cuando supe…?
Marchar de allí, Marina. Huir de Chístopol.
Era una tarde de otoño de 1941, a orillas del Kama.
Poco antes, a finales de septiembre, fui evacuada de Leningrado. Había empezado el cerco, y en todas partes reinaban la destrucción y la muerte. Yo estaba muy débil. Partí en avión rumbo a Moscú y, una vez allí, supe que la Unión de Escritores planeaba trasladarnos a una república tártara. Desde la capital, nos llevaron en tren hasta Kazán. Era un tren destartalado, de vagones húmedos y estrechos, y en los compartimientos con bancos de madera flotaba un hedor sofocante. Se oían protestas y cundía el nerviosismo por hacernos viajar en esas condiciones, hacinados y sin higiene alguna, aunque a mí me daba igual. Yo iba con Pasternak, y en compañía de Borís tú sabes bien que una se olvida de todo. Después de algún tiempo sin vernos, poco importaban la incomodidad y el malestar, ni que todo se desmoronase a nuestro alrededor. Sin embargo, en contra de su carácter habitual, él se mostraba taciturno, cosa que achaqué a sus problemas familiares, dada la tensión que por entonces mantenía con Zinaida, a causa del divorcio. Decidí respetar su silencio y distraerme en la medida de lo posible. Al asomarme a la ventana, miraba indiferente la humareda que cubría los bosques calcinados y el resplandor del fuego en las casas que aún seguían ardiendo, los puentes rotos semihundidos en el agua, los postes y pilones caídos a tierra, por donde se arremolinaban cables y señales y carteles… Cuando llegamos a Kazán, nos llevaron al muelle para embarcarnos. Navegamos por el Volga y después remontamos el río Kama hasta llegar a la gélida y desolada Chístopol.
Algunos amigos no podían imaginarme en aquellos páramos casi deshabitados y temían que no lograra sobrevivir. Una vez allí, fui en busca de Lidia Chukóvskaia, que por entonces era una de mis más fieles amigas, y me cuidaba siempre que podía. Después de la asfixia del tren y de la zozobra del barco, yo ansiaba el aire libre y la tierra firme, y a toda costa quería ir a dar un paseo, aunque ella opinaba que me convenía descansar. Al fin logré convencerla, y salimos a caminar por las orillas del Kama. Yo estaba impaciente por tener noticias de mis amigos y también de algunos otros escritores y conocidos, así que tenía preparada una buena retahíla de preguntas que le iba soltando a bocajarro. Las lanzaba una detrás de otra, precipitadas, caóticas, sin apenas dejar tiempo a las respuestas, si bien después de lo ocurrido poco antes, al menos ya tenía buen cuidado de mirarla a los ojos cuando le hablaba, y de observar su rostro, en el que de pronto noté una gran perturbación.
El lamentable percance había sucedido a finales de diciembre de 1939. Solo de recordarlo, todavía me queman la rabia y la vergüenza que entonces sentí por mi torpeza. Según solía hacer en aquellos días desquiciados, la llamé con urgencia, exigiendo que viniera cuanto antes. Y ella acudió sin apenas perder tiempo. La recibí alborozada y le di las gracias, pero no di la menor importancia al hecho de que mi amiga apenas pronunciaba palabra. Pensé que era una manera de mostrar su enfado o desaprobación por el extraño aspecto que ofrecía mi cuarto, con los cristales de las ventanas tapados con hojas de periódicos, y el desorden y el abandono reinando por doquier. Ya en varias ocasiones habíamos discutido sobre este y otros asuntos, sin ponernos nunca de acuerdo, así que de su silencio deduje que ella tiraba la toalla y decidía cejar en su empeño de corregirme. A fin de cuentas, ese caos no dejaba de ser un signo de los tiempos. Además, mi desidia era una minucia en comparación con los asuntos queyo necesitaba tratar con Lidia, y que eran de muy otra naturaleza. Todo eso se lo fui diciendo mientras simulaba enderezar el desastroso estado de mi cuarto, sin apenas mirarla mientras me movía de un lado a otro. Al sentarme a su lado en el diván para confiarle el asunto por el que la había mandado llamar, enseguida advertí que no me escuchaba, que Lidia estaba completamente bloqueada, incapaz de seguir o mantener una conversación. Era evidente que algo iba mal. Cuando le pregunté qué le sucedía, me contó que el día 19 habían fusilado a su marido. ¡Dios mío!, exclamé, recordando que Matvéi Bronstein había sido condenado a diez años de internamiento por el simple hecho de apellidarse igual que León Trotski. Al conocer los detalles, me quedé horrorizada. Aquellos días yo misma volvía a temer por la vida de mi hijo Lev: habían revisado su anterior sentencia a trabajos forzados y ahora lo acusaban de actividades terroristas, y quizás le aguardaba «la medida suprema». Al ver el esfuerzo con el que nuestra amiga intentaba ocultar su dolor para no afligirme aún más, casi me avergoncé como una niña a la que hubieran sorprendido robando algo justo en el momento de ir a esconderlo. Era admirable la paciencia de Lidia, y su tacto y su delicadeza, a diferencia de mi atolondramiento y de mis exigen