EL MONTE DE LAS ÁNIMAS
I
–Atad los perros, tocad las trompas1 para que se reúnan los cazadores, y volvamos a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
–¡Tan pronto!
–Si fuera otro día, no se escaparía ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios2, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
–¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
–No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
–Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, y también el convento de allí, en la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, y con ello hicieron un notable agravio a sus nobles de Castilla, ya que habrían sabido defenderla solos como solos la habían conquistado.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el A coto, a pesar de las severas prohibiciones de los «clérigos con espuelas», como llamaban a sus enemigos.
Se propagó la voz del reto, y nada fue capaz de detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbar. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; pero sí la recordaron tantas madres que arrastraron luto por sus hijos.
Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos a quienes se quería exterminar tuvieron un sangriento festín.
Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada