Yarme incumplió su juramento. Cuando Keyle recuperó la sobriedad lloró amargamente ante él. Le besó los pies y juró por su difunta madre que, si Yarme no la perdonaba, se dirigiría a la estación ferroviaria de Kalish y se arrojaría sobre las vías. Se tiraba de los pelos y golpeaba la cabeza contra la pared mientras las lágrimas, gruesas como habas, le bañaban el rostro. Cuando Yarme finalmente la acogió en su cama, tuvo que reconocer que aún no conocía todas las habilidades de su mujer para excitar y satisfacer sexualmente a un hombre. Al preguntarle quién la había adiestrado de ese modo, Keyle mencionó por su nombre a varios proxenetas, ladrones e incluso a un vidente. Este último, mediante un oscuro espejo que tenía en su casa, mostraba a sus clientes figuras de antiguos amantes, ya perdidos o incluso difuntos, que los echaban de menos y ansiaban aparearse con ellos, con los que todavía vivían. Keyle lo contaba de un modo tan impetuoso y con detalles tan horripilantes que un escalofrío recorrió la espina dorsal de Yarme. ¿Cómo se le había ocurrido pensar en desprenderse de una mujer como aquélla? Resolvió acudir a un rabino para que lo absolviera de sus juramentos.
Con Max el Cojo volvió a encontrarse varias veces y poco a poco pudo descubrir que su repentina visita a Polonia no obedecía únicamente, según había dicho, a querer echar una ojeada a las viejas calles de Varsovia y a losshtétlej de los alrededores, y saludar a algunos antiguos camaradas, sino que también traía planes para cubrir los gastos del viaje y tal vez hasta para lograr un buen botín.
Al parecer, en Buenos Aires, en Río de Janeiro y, de hecho, en varias capitales de América del Sur había escasez de hembras y se necesitaba importarlas de Europa. Según habían publicado los periódicos, los negociantes dedicados a la trata de blancas en Polonia realizaban redadas montados en coches de caballos cubiertos. Tras asaltar y violar a las muchachas, las encadenaban y enviaban al otro lado del océano. Según Max, sin embargo, todo eso no eran más que inventos de periodistas de medio pelo: «¿Cómo es posible—argumentaba—secuestrar así a mujeres adultas, llevarlas al otro lado de la frontera y embarcarlas contra su voluntad? ¡Sandeces! ¡Disparates! Las muchachas deciden hacerlo por sí mismas. Un buen engatusador puede seducir a tantas hembras como quiera. Siempre hay entre ellas las que sólo esperan que alguien las descarríe. Son nuevos tiempos. Las hembras tienen los mismos apetitos que los varones. Se niegan a casarse con cualquier inútil y a quedarse preñadas, dar a luz y perder los mejores años de su vida entre cunas y pañales, nodrizas y chupetes. Sólo es necesario saber cómo hablar con ellas».
A continuación, Max presentó a Yarme su proyecto: consistía en que Keyle la Pelirroja se uniera al negocio. «Tiene mucha labia—dijo—. En América se haría de oro». Yarme intentó objetar que él quería a Keyle para sí mismo.
—¡Por mi vida, Yármele!—argumentó Max—. Hablas como un mentecato. No se puede tener a nadie para uno solo y para siempre. Incluso unarébbetsin, en cuanto cierra los ojos a su marido el rabino, se casa con otro hombre. Mantener a Keyle la Pelirroja encerrada entre cuatro paredes para que se ocupe de la casa y zurza los calcetines de su hombre es como querer ponerle arreos al viento en mitad del campo.
Poco a poco Max fue revelando su plan. En un periódico americano había leído algo acerca de una mujer que montó un negocio que consistía en casarse con hombres ricos y, tras la boda, quedarse con su fortuna o estafarlos y dejarlos tirados. Esa tiparraca había atrapado en su red a decenas de primos como ésos y se había hecho millonaria. Y lo que se podía hacer en América, arguyó Max, se podía hacer en Polonia. En Polonia había muchos judíos ricos. Una mujer como Keyle, con su atractivo y su pico de oro, podría cautivar hasta a los sabios más grandes; mientras él y Yarme podrían seducir a dos docenas de mozas para llevarlas a América del Sur. Con el dinero que Keyle habría conseguido ganar fácilmente, unos cientos de miles de rublos o muchos más, los tres podrían fundar en Argentina, Brasil, Bolivia y Uruguay una red de grandes burdeles y vivir como reyes. Incluso podría suceder que Yarme y él, antes de viajar al otro lado del océano, lograran casarse con un par de viudas ricas. Max describió todo esto con gran entusiasmo.
—¡Yármele! Allá el oro está tirado en las calles. Sólo hace falta saber cómo recogerlo. Yo me he hecho tan rico como el rey Midas. Si quisiera, ahora podría comprarme un palacio y vivir como un príncipe. Pero eso lo dejo para la vejez, no a mi edad. ¡Yo no puedo parar! Soy un culo de mal asiento. Tengo que hacer algo, de lo contrario me amodorro y empiezo a fantasear. ¡Yármele, tú estás hecho de la misma pasta que yo! Nada más verte aquella noche en el teatro supe que teníamos que ser socios. Tu Keyle es todo un tesoro… ¡Ya lo creo!
—¿Qué propones? ¿Unménage à trois?
—No necesariamente. Yo estoy, gracias a Dios, saciado. Viajé desde Río a Londres en primera clase del barco, y si te contara lo que conseguí en esas dos semanas en el mar, dirías que soy el mayor de los fanfarrones. Hermanito, ya no es preciso acercarse a ellas con ningún pretexto. Yo voy enseguida al grano y les digo: «Mira, tú me gustas. Estoy solo en mi camarote. En cuanto te vi, me quedé prendado de ti». Ya lo dice el versículo: «No hables demasiado con una mujer». Con las mujeres, sí es sí y no es no. Yo no sé cómo será para otros, pero para mí siempre es sí. Y no puedo decir que yo sea una belleza: menudo, calvo y cojo. ¿Tú lo comprendes?
—Creo que sí—respondió Yarme.
—¿Qué quieres decir? ¿Que ellas se compadecen de mí?
—Entre otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Tu lengua. Eres capaz de convencer a una piedra.
—Sí, sí. Es una especie de, ¿cómo lo llaman?, magnetismo. Si un imán puede atraer a un alfiler, ¿por qué no iba a poder un hombre atraer a una incauta? Sólo es necesario h