: Isaac Bashevis Singer
: Keyle la Pelirroja
: Acantilado
: 9788419036810
: Narrativa del Acantilado
: 1
: CHF 10.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 360
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Corre el año 1911 cuando Keyle, una prostituta judía, conoce al amor de su vida, Yarme, ex convicto. La joven pareja sueña con escapar de la miseria del gueto de Varsovia, donde viven bajo la constante amenaza de los pogromos, así que cuando Max, un viejo conocido, les ofrece participar en sus lucrativos negocios en Sudamérica, no lo dudan ni un momento. Pero Max también se siente atraído por Yarme, y surge un funesto triángulo amoroso que atormentará a Keyle tanto en las oscuras calles del gueto como en las avenidas de una gran ciudad estadounidense. En esta brillante novela, inédita en español, Singer retrata, con la maestría de Dickens o Dostoievski, los bajos fondos de la comunidad judía poblándolos del rico elenco de singulares personajes con los que crea un vívido fresco de toda una sociedad y una época. «La novela nos muestra a un Singer convencido de que salir del gueto psicológico es tan duro como escapar de las circunstancias adversas del origen. La idea de que el pasado siempre nos persigue está aquí en la entraña de la historia. Isaac Bashevis Singer es un consumado contador de historias y Keyle la Pelirroja es de esas novelas que consiguen mantenerse frescas, vivas y conmovedoras, pese al paso de los años». Lourdes Ventura, El Cultural «Padre fundador, es innegable que Singer inauguró la veta más fecunda, iluminadora, perversa, agresiva, inteligente, sutil y ambiciosa de ficción escrita en la segunda mitad del siglo XX. Keyle la Pelirroja se inscribe en el vitalismo amoral con el que el autor parece reescribir a Balzac en clave judía». Gonzalo Torné, La Lectura (El Mundo) «No hay libro de Singer que no muestre la calidad de un contador de historias, de un maestro de la creación de personajes y de la sugerente complejidad que reside en el corazón humano». José María Guelbenzu, Babelia (El País) «En sintonía con esta época tan especial entre el viejo y el nuevo mundo, la pluma de Isaac Bashevis Singer combina la ligereza y la violencia, el humor y la oscuridad, lo grotesco y lo sublime con una asombrosa naturalidad». Javier García Recio, La Opinión de Málaga «Un vivido retrato del gueto de Varsovia y de Nueva York como tierra de promisión, así como del avispero ideológico de comienzos del siglo XX». Iñigo Urrutia, El Diario Vasco «Como un elegante maestro de ceremonias, Singer ofrece en esta inquietante novela una mirada que, de alguna manera, va más allá del trasfondo político y muestra el corazón invisible del alma humana, intangible, oscura, tan oscura como los tiempos de guerra». Diego Gándara, La Razón «He aquí una historia colorida llena de fantasía, que forma parte de la tradición de los cuentos yidis tan queridos por el autor polaco. Una novela que hechiza por su aparente ligereza, pero a la vez tan cruda y tensa, teñida de cierta amargura». Javier García Recio, Abril (El Periódico) «Los buenos novelistas son eternos, y el judío polaco Isaac Bashevis Singer es uno de ellos. Por sus novelas no parece haber transcurrido el tiempo, y Keyle la Pelirroja es un buen ejemplo de esta permanente actualidad, porque Isaac Bashevis Singer huía de las explicaciones y se limitaba a los hechos, y los hechos nunca pierden vigencia». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Singer analiza la compleja relación que tuvo con el judaísmo y hace que nos planteemos preguntas universales, como: ¿Dios existe? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué valor tiene la moral y la ética?». David Valiente, Librújula

Isaac Bashevis Singer (Radzymin, Polonia, 1904 - Surfside, Estados Unidos, 1991), hijo y nieto de rabinos, vivió en el barrio judío de Varsovia hasta 1935, cuando emigró a Estados Unidos. Su obra, sin embargo, tuvo siempre Polonia como horizonte: el tema recurrente en las novelas y cuentos de Singer es la vida en su país natal en diferentes períodos históricos, con particular atención a la vida cotidiana de las comunidades judías. Galardonado con el National Book Award en 1974 y el Premio Nobel en 1978, es autor de las novelas «Satán en Goray» (1935), «La familia Moskat» (1950), «En el tribunal de mi padre» (1966), «La casa de Jampol» (1967) y «Los herederos» (1969), entre otras, así como de los libros de relatos «Gimpel el tonto» (1957) y «Un día placentero» (1973). En esta editorial han aparecido el relato «La destrucción de Kreshev» (2007), las novelas «El seductor» (2022) y «Keyle la Pelirroja» (2023).

CAPÍTULO II


1


Yarme incumplió su juramento. Cuando Keyle recuperó la sobriedad lloró amargamente ante él. Le besó los pies y juró por su difunta madre que, si Yarme no la perdonaba, se dirigiría a la estación ferroviaria de Kalish y se arrojaría sobre las vías. Se tiraba de los pelos y golpeaba la cabeza contra la pared mientras las lágrimas, gruesas como habas, le bañaban el rostro. Cuando Yarme finalmente la acogió en su cama, tuvo que reconocer que aún no conocía todas las habilidades de su mujer para excitar y satisfacer sexualmente a un hombre. Al preguntarle quién la había adiestrado de ese modo, Keyle mencionó por su nombre a varios proxenetas, ladrones e incluso a un vidente. Este último, mediante un oscuro espejo que tenía en su casa, mostraba a sus clientes figuras de antiguos amantes, ya perdidos o incluso difuntos, que los echaban de menos y ansiaban aparearse con ellos, con los que todavía vivían. Keyle lo contaba de un modo tan impetuoso y con detalles tan horripilantes que un escalofrío recorrió la espina dorsal de Yarme. ¿Cómo se le había ocurrido pensar en desprenderse de una mujer como aquélla? Resolvió acudir a un rabino para que lo absolviera de sus juramentos.

Con Max el Cojo volvió a encontrarse varias veces y poco a poco pudo descubrir que su repentina visita a Polonia no obedecía únicamente, según había dicho, a querer echar una ojeada a las viejas calles de Varsovia y a losshtétlej de los alrededores, y saludar a algunos antiguos camaradas, sino que también traía planes para cubrir los gastos del viaje y tal vez hasta para lograr un buen botín.

Al parecer, en Buenos Aires, en Río de Janeiro y, de hecho, en varias capitales de América del Sur había escasez de hembras y se necesitaba importarlas de Europa. Según habían publicado los periódicos, los negociantes dedicados a la trata de blancas en Polonia realizaban redadas montados en coches de caballos cubiertos. Tras asaltar y violar a las muchachas, las encadenaban y enviaban al otro lado del océano. Según Max, sin embargo, todo eso no eran más que inventos de periodistas de medio pelo: «¿Cómo es posible—argumentaba—secuestrar así a mujeres adultas, llevarlas al otro lado de la frontera y embarcarlas contra su voluntad? ¡Sandeces! ¡Disparates! Las muchachas deciden hacerlo por sí mismas. Un buen engatusador puede seducir a tantas hembras como quiera. Siempre hay entre ellas las que sólo esperan que alguien las descarríe. Son nuevos tiempos. Las hembras tienen los mismos apetitos que los varones. Se niegan a casarse con cualquier inútil y a quedarse preñadas, dar a luz y perder los mejores años de su vida entre cunas y pañales, nodrizas y chupetes. Sólo es necesario saber cómo hablar con ellas».

A continuación, Max presentó a Yarme su proyecto: consistía en que Keyle la Pelirroja se uniera al negocio. «Tiene mucha labia—dijo—. En América se haría de oro». Yarme intentó objetar que él quería a Keyle para sí mismo.

—¡Por mi vida, Yármele!—argumentó Max—. Hablas como un mentecato. No se puede tener a nadie para uno solo y para siempre. Incluso unarébbetsin, en cuanto cierra los ojos a su marido el rabino, se casa con otro hombre. Mantener a Keyle la Pelirroja encerrada entre cuatro paredes para que se ocupe de la casa y zurza los calcetines de su hombre es como querer ponerle arreos al viento en mitad del campo.

Poco a poco Max fue revelando su plan. En un periódico americano había leído algo acerca de una mujer que montó un negocio que consistía en casarse con hombres ricos y, tras la boda, quedarse con su fortuna o estafarlos y dejarlos tirados. Esa tiparraca había atrapado en su red a decenas de primos como ésos y se había hecho millonaria. Y lo que se podía hacer en América, arguyó Max, se podía hacer en Polonia. En Polonia había muchos judíos ricos. Una mujer como Keyle, con su atractivo y su pico de oro, podría cautivar hasta a los sabios más grandes; mientras él y Yarme podrían seducir a dos docenas de mozas para llevarlas a América del Sur. Con el dinero que Keyle habría conseguido ganar fácilmente, unos cientos de miles de rublos o muchos más, los tres podrían fundar en Argentina, Brasil, Bolivia y Uruguay una red de grandes burdeles y vivir como reyes. Incluso podría suceder que Yarme y él, antes de viajar al otro lado del océano, lograran casarse con un par de viudas ricas. Max describió todo esto con gran entusiasmo.

—¡Yármele! Allá el oro está tirado en las calles. Sólo hace falta saber cómo recogerlo. Yo me he hecho tan rico como el rey Midas. Si quisiera, ahora podría comprarme un palacio y vivir como un príncipe. Pero eso lo dejo para la vejez, no a mi edad. ¡Yo no puedo parar! Soy un culo de mal asiento. Tengo que hacer algo, de lo contrario me amodorro y empiezo a fantasear. ¡Yármele, tú estás hecho de la misma pasta que yo! Nada más verte aquella noche en el teatro supe que teníamos que ser socios. Tu Keyle es todo un tesoro… ¡Ya lo creo!

—¿Qué propones? ¿Unménage à trois?

—No necesariamente. Yo estoy, gracias a Dios, saciado. Viajé desde Río a Londres en primera clase del barco, y si te contara lo que conseguí en esas dos semanas en el mar, dirías que soy el mayor de los fanfarrones. Hermanito, ya no es preciso acercarse a ellas con ningún pretexto. Yo voy enseguida al grano y les digo: «Mira, tú me gustas. Estoy solo en mi camarote. En cuanto te vi, me quedé prendado de ti». Ya lo dice el versículo: «No hables demasiado con una mujer». Con las mujeres, sí es sí y no es no. Yo no sé cómo será para otros, pero para mí siempre es sí. Y no puedo decir que yo sea una belleza: menudo, calvo y cojo. ¿Tú lo comprendes?

—Creo que sí—respondió Yarme.

—¿Qué quieres decir? ¿Que ellas se compadecen de mí?

—Entre otras cosas.

—¿Qué otras cosas?

—Tu lengua. Eres capaz de convencer a una piedra.

—Sí, sí. Es una especie de, ¿cómo lo llaman?, magnetismo. Si un imán puede atraer a un alfiler, ¿por qué no iba a poder un hombre atraer a una incauta? Sólo es necesario h