LA ELECCIÓN DEL ABAD
El monasterio de Chīsanayama ya existía cuando las guerras Genkō dividían el país. Se mantuvo en pie durante el conflicto posterior entre las cortes del norte y el sur y también durante el auge y la caída del clan Ashikaga y el largo período de guerras endémicas posterior. Nada de todo aquello había traspasado su entrada ni alterado el modo de vida de sus monjes.
Durante más de trescientos años, las sombras de la montaña no habían dejado de mecer los terrenos de la comunidad religiosa, ahogando los sonidos del mundo en las inmensidades del bosque milenario donde se cobijaba. El pulso del tiempo allí lo daba el chirriar de los insectos, la transformación de los colores de la floresta, el paso de las densas nieblas, la nieve o las lluvias y el ulular del viento entre las altas ramas.
El esfuerzo de aquellos bonzos no era difundir la palabra del Iluminado, alcanzar influencia entre la comunidad budista o interceder en la política del país y sus luchas de poder. La austeridad y el trabajo meditativo eran su sello de identidad y, pese a no encontrarse muy lejos de la ruta Nakasendō, una de las principales vías que recorrían el país, eran pocos los que sabían de su existencia.
En el huerto, la tarde transcurría acompañada del trinar de los pájaros y el susurro de las hojas entre las ramas. Los tres monjes que trabajaban allí no despegaban los labios, plenamente entregados a su tarea. Al contrario de lo que los hombres vulgares pensaban, la meditación no acababa en el silencio de una postración solitaria. El verdadero acto contemplativo era dedicarse a la labor cotidiana de forma plenamente consciente, despreciando cualquier pensamiento o inquietud ajena a la misma.
Por ese motivo, tardaron unos instantes en percatarse de que otro monje se había acercado para comunicarles un requerimiento del abad. Solicitaba la presencia de Egao, el más joven de los tres. El bonzo poco podía saber del motivo, pero abandonó lo que estaba haciendo de inmediato. No se despidió de sus compañeros ni a ellos les importó que su marcha provocara más trabajo. La vida religiosa implicaba una negación del ego y la idea de separación, por lo que no existía un yo perjudicado ni un otro al que culpar por ello.
Egao se alejó del huerto con pasos rápidos y llegó al pabellón de oración sin apenas levantar la mirada. Desde el interior, llegaba el susurro de los que a esa hora se abandonaban a la recitación de las palabras sagradas y el humo purificador del incienso. El bonzo continuó por la avenida enlosada que dividía los terrenos del recinto. Sus oscuros hábitos se confundían con las sombras que proyectaban los árboles centenarios que arañaban el mismo cielo.
Saludó a otro bonzo que salía de la capilla y avanzó hasta dejar atrás la fuente de abluciones y la gran campana del templo. Todo a su alrededor rezumaba orden y una profunda serenidad. Era un mundo rutinario, delimitado en un espacio demasiado pequeño para las aspiraciones mundanas, pero que para él se traducía en seguridad y equilibrio.
Junto al depósito desutras1, tomó una angosta vereda que partía de entre unos arbustos, casi oculta a la vista. Siguió hasta un pequeño edificio con techo de tejas grises y se descalzó antes de entrar.
Como era su costumbre, el superior de la comunidad lo esperaba tras dos habitaciones diáfanas, en la galería abierta al exterior de la parte posterior de la casa. Al contrario del exquisito cuidado dedicado a los jardines de los grandes señores, aquel espacio de exuberante vegetación apenas había sido alterado, y solo para evitar que el edificio fuera engullido por el bosque.
—¿Me habéis llamado? —se anunció Egao.
—Así es —respondió el abad, invitando con la mano extendida a que se acercara. Permaneció unos momentos en silencio antes de volver a tomar la palabra—: Importantes acontecim