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Julia ve a la gente en el hueco de la escalera cuando se levanta a hacer pis por la noche.
Están ahí plantados en la oscuridad y la miran de hito en hito, paralizados como en una fotografía, como si llevaran un rato esperándola. Julia ya tiene el pie izquierdo en el peldaño de arriba y está a punto de posar el derecho en el siguiente, pero se agarra al pasamanos con los dedos temblorosos y se detiene. Pues claro que se detiene, porque su cerebro adormilado acaba de comprenderlo: hay gente en el hueco de la escalera y no dejan de mirarla.
Justo ahora, se acaba de despertar con un respingo. La lámpara de la mesilla de noche disipa las sombras de la casa de montaña, pero fuera el viento aúlla alrededor del tejado con tal vigor que las contraventanas tiemblan y las vigas crujen. El ruido del viento inunda a Julia de una sensación de fatalidad instintiva, de una sensación de fatalidad conocida. La retrotrae a Huckleberry Wall y a la noche en que se quemó hasta los cimientos. Eso ocurrió hace quince años, en los Catskills, y esto es ahora, a miles de kilómetros de casa, en los Alpes suizos, pero por la noche, cuando la nieve se aferra a las ventanas y el viento arrecia, todas las casas de montaña son iguales.
Todas dan un miedo de cojones y están aisladas del resto del mundo.
Busca su iPhone bajo la almohada. La 1:15, sin mensajes de Sam. Mierda. Se le encoge el estómago.
Julia se destapa y el calor de su cuerpo, retenido por el edredón de plumas, se desvanece en la corriente de aire. El frío de la noche perdura en la buhardilla. Ha sido precisamente la corriente, que se arremolina en el interior de la casa como un eco de la tormenta, lo que le ha impedido encender el fuego al caer la noche. Se la imagina infundiéndoles vida a las brasas mientras ella duerme, esparciendo cenizas incandescentes por la alfombra e incendiando las cortinas. Hace quince años, su hermano mayor estaba allí para despertarla antes de que el humo la asfixiara —ella tenía seis años; él, nueve—; pero, esta noche, la última vez que Sam ha llamado no eran aún las 22:30 y estaba atrapado en un atasco en la circunvalación de Berna.
«Las máquinas quitanieves están haciendo todo lo posible —le ha dicho mientras la cobertura iba y venía—, pero el tráfico está parado y todavía no he llegado a la peor parte de las montañas. Si es que el valle sigue abierto, claro».
A lo mejor se ha rendido y ha buscado una habitación para pasar la noche. Al menos eso espera Julia, porque últimamente Sam ha estado sometido a demasiada presión y ella está muy preocupada… por si se sale de la carretera y se estampa contra un banco de nieve o, peor aún, contra cien metros de nada. Capta algo más que simple inquietud en la voz de su hermano cuando este le pide que esté atenta a Nick… y que sea precavida.
Pero ya han pasado casi tres horas y Sam sigue sin llamar. Tampoco hay ni rastro de Nick. A estas alturas, Julia está más que preocupada. Está asustada.
Descalza, cruza la habitación y las tablas del suelo crujen bajo su peso cuando se acerca al muro de carga y sale al rellano.
La escalera se sumerge de golpe en la oscuridad.
Hay un interruptor, pero, antes de que le dé tiempo a buscarlo a tientas, Julia está en lo alto de la escalera y ve a la gente de abajo.
No son más que siluetas, negro sobre negro, pero siente las miradas clavadas en ella, percibe la determinación de su presencia. Seis, siete figuras, apretadas las unas contra las otras en el hueco de la escalera, inmóviles.
Enseguida resulta obvio que no pueden ser intrusos; la casita de montaña está demasiado apartada para eso, la noche es demasiado implacable. También sabe, impulsada por una especie de instinto de supervivencia primit