EL MENSAJE DE LA BASÍLICA DE
SANTA MARIA MAGGIORE EN ROMA
Cada vez que, procedente de las ruidosas calles de Roma, entro en la basílica de Santa Maria Maggiore, me viene a la memoria la invitación del salmista: «Deteneos y mirad» (Sal 46 [45],11). En los momentos en que no precisamente legiones de turistas presurosos recorren en verano la iglesia convirtiéndola también en una suerte de calle, la misteriosa atmósfera crepuscular de ese ambiente transmite una invitación a detenerse, a recogerse y a contemplar, a una experiencia por la cual los ruidos de la cotidianidad pierden peso por sí solos. Es como si la oración de los siglos hubiese permanecido en el lugar para incorporarnos también en su camino. Los ámbitos más silenciosos del alma, que en otras circunstancias se ven marginados por la fuerza absorbente de las preocupaciones y los quehaceres cotidianos, quedan liberados cuando nos abandonamos al ritmo de esta casa de Dios y a su mensaje.
Pero ¿cuál es ese mensaje? Quien así pregunta se encuentra ya en peligro de sustraerse al llamamiento especial que quisiera llegarle en el ambiente de esa iglesia. Su contenido no puede trasponerse a una respuesta de diccionario que se encuentra rápidamente. Implica la exigencia de retirarse del fuego cruzado de los interrogatorios y el llamamiento a un detenerse y aquietarse en que se despiertan la escucha y la visión del corazón, a un detenimiento que trasciende lo que se capta rápidamente y después se descarta. Por eso, en lugar de ofrecer una respuesta acuñada en fórmulas y conceptos, quisiera invitar a contemplar conmigo dos imágenes de esa iglesia, y, deteniéndose frente a estas, escuchar de ellas lo que yo solo puedo traducir insuficientemente en palabras.
Ante todo hay algo digno de atención: Santa Maria Maggiore es una iglesia de Navidad. Quiere transmitirnos como obra arquitectónica la invitación que el ángel dirigió primeramente a los pastores: «Mirad: os traigo una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor» (Lc 2,10s). Pero, al mismo tiempo, este templo quisiera incorporarnos a nosotros en la respuesta de los pastores: «Pasemos a Belén, a ver eso que ha sucedido, lo que el Señor nos ha dado a conocer» (Lc 2,15). Esperaríamos, por tanto, que la imagen de la Nochebuena fuese el centro de este ámbito y de sus caminos internos. Y así es realmente, aunque, por otra parte, no es del todo así.
Los mosaicos de ambos lados de las naves laterales interpretan, por decirlo así, la historia entera como una procesión de la humanidad hacia el Redentor. En el centro, por encima del arco triunfal, en la meta del recorrido, en la que debería estar representado el nacimiento de Cristo, encontramos en cambio solo un trono vacío y, sobre él, una corona, un manto real y la cruz; en el escabel se halla a modo de almohadón el conjunto de la historia ligada por siete hilos rojos. El trono vacío, la cruz y, a sus pies, la historia: he ahí la imagen de Navidad de esta iglesia, que ha querido y quiere ser el Belén de Roma. ¿Por qué será así? Si queremos entender la afirmación de la imagen tenemos que recordar ante todo que el arco triunfal se encuentra sobre la cripta, que fue construida originalmente como una reproducción de la cueva de Belén en la que Cristo vino al mundo. En ese lugar se venera hasta el día de hoy la reliquia que la tradición considera como el pesebre de Belén. De este modo, la procesión de la historia, toda la suntuosidad de los mosaicos, se ve arrastrada hacia abajo, a la cueva, al establo: las imágenes caen a la realidad. El trono se halla vacío, pues el Señor ha descendido al establo. El mosaico central hacia el cual todo se orienta equivale de alguna manera solo a una mano que se nos tiende para invitarnos al salto de las imágenes a la realidad. El ritmo del espacio de la iglesia nos arrebata a un cambio repentino cuan